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Rocío Molina | Crítica

El coloquio de los pájaros

Rocío Molina y Rafael Riqueni en 'Inicio (Uno)'.

Rocío Molina y Rafael Riqueni en 'Inicio (Uno)'. / Antonio Pizarro

El espectáculo es de una concisión extrema. Lo cual implica, no sólo ir en contra de algunas de las tendencias más reputadas de la danza contemporánea, de la que también Molina ha participado. También una serie de renuncias a contracorriente del flamenco actual, incluso, del arte de la bailaora malagueña. Lo primero a lo que renuncia es a la ironía. También al humor, que sustituye aquí, con buen criterio a mi parecer, por la complicidad. También al ingenio, otra de sus señas de indentidad, que apenas aparece en algún recodo de este delicioso camino. Y a la ira, al menos en algunas de sus formas (ya sabemos que el perfeccionismo es, muy civilizada, una de ellas). Y, todo, como digo, por un acto de amor, de complicidad, de empatía, de fusión con el otro. El abrazo final de los dos intérpretes es una metáfora de lo que ha ocurrido en la escena. Desde la plenitud de recursos físicos, emocionales e intelectuales, Rocío Molina le baila al pie de la letra a las músicas que más le gustan de Riqueni. Y en la música de Rafael Riqueni, como sabes, no hay dobles sentidos. No hay ironía, no hay violencia. Todo en esta obra es luz. Todo está depurado, el nivel de abstracción es absoluto, hasta el título, que es técnico más que artístico, si me permiten la licencia. La obra celebra la vida y da un paso más allá de cualquieras de las propuestas escenicas actuales al señalar que la vida está fuera, no en las candilejas del teatro a medianoche, sino en la luz de mediodía del Parque de María Luisa, por ejemplo. Eso es un sacrificio que pocos artistas actuales llevan a cabo. Por eso este trabajo es, no solo la obra maestra de Rocío Molina sino también el mejor espectáculo flamenco de hoy. Porque celebra la vida.

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