El severo ojo

Mi amigo dice siempre que Raphael es nuestro Cliff Richard

Un buen amigo suele traer a colación letras de canciones para aderezar los argumentos. Con esa forma difícil de explicar con la que algunos razonamientos de otros se nos quedan grabados, menciona con frecuencia al Raphael joven (Linares, Jaén, España) como un brote de modernidad de nuestro país. Cuando España no era moderna, pero se aceleraba para serlo: años sesenta y setenta; pelo largo y flequillo, vestimenta extravagante, nuevos iconos de ambos sexos; tonos y escalas de voz sin antecedentes, dramaturgias de escena y movimientos de baile yeyé que desagradaban a los que, severos, ostentaban bigotito recortado y gafas oscuras: el Régimen se contaminaba por ósmosis de un exterior pecaminoso, europeo y también de la mano irrefrenable del socio estadounidense. Algunos asistimos, de chamba, al prodigio del virus vivificante del rock que vino de la base militar de Rota: otra música entraba irremisiblemente en nuestra cultura. Con la complicidad de la televisión en cada casa de familia, un blanco y negro lleno de color, y demoniacos riffs de guitarra eléctrica en las casas de los marines.

Con esa reiteración que sustenta las amistades, mi amigo decía, y dice siempre, que Raphael es nuestro Cliff Richard, el cantante británico nacido en 1940 en Lucknow, nudo ferroviario de una India a la que le que quedaban siete años para dejar de ser colonia de Su Graciosa Majestad. Raphael es apenas tres años más joven. Ambos viven hoy, y quizá nunca se hayan tratado, pero la modernidad del intérprete de Balada triste de trompeta (1969) debe ser considerada más osada y asombrosa que la del intérprete de Congratulations, canción festivalera algo impropia del inglés, derrotada por un punto en el Eurovisión de ese mismo año por el La La La de Serrat, cantado por Massiel en campo contrario, en el Royal Albert Hall. Pero ni de lejos era lo mismo Londres que Madrid para expresarse con libertad en cualquier forma de arte, y concedamos que la canción ligera o el pop–apócope de “popular”– son tótems de la expresión artística contemporánea, ya fuente de clásicos. Cliff Richard había llegado antes aquí con Los jóvenes. Puede traducirse su entrada: “Los jóvenes, cariño, somos los jóvenes, y los jóvenes no debemos tener miedo de vivir el amor, mientras la llama es fuerte, porque no vamos a ser los jóvenes mucho tiempo. Mañana, por qué esperar a mañana, si algunas veces mañana nunca llega”.

Esta declaración del carpe diem con pantalón de pata ancha es un canto a la juventud, y ahora, el ahora de los jóvenes de ahora, la exigencia de vivir el presente se tiñe de cierta fatalidad en unas sociedades en las que las clases medias menguan y se precarizan, sin duda porque fueron las occidentales las mesocracias pioneras, y la oscura e inexorable ley de los ciclos hacen vieja una franja social que fue rompedora y fuerte. Lejos de la melancolía el argumento. Pero sí es responsabilidad de los que ya no son jóvenes la de dejar de juzgar las actitudes de las nuevas cohortes, idealizando lo que fueron –fuimos– al tiempo que se desprecia a las costumbres de los nuevos, a sus músicas para salir de farra o a la forma de circular en patinete, flagelando, desde un decadente púlpito, a justos igual que a pecadores. Que de unos y de otros siempre ha habido en una proporción que, podemos apostar, no ha variado. Si varía, in crescendo, la propensión de quien va pidiendo pista y se sabe a cubierto a afirmar, con vana e injusta certeza, que cualquier tiempo pasado fue mejor. “A nuestro parecer”, lo escribió Jorge Manrique. Hace cinco siglos.

Otras dos citas musicales. Carlos Santana: “Dejemos jugar a los niños”. Jethro Tull: “Demasiado viejo para el rock and roll, demasiado joven para morir”. Coda: vive y deja vivir (Bond, James Bond).

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