La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La intimidad perdida de Sevilla
Las metáforas asisten, se advierta o no el figurado sentido de la comparación táctica. Sevilla no es una muñeca rusa, aunque la metáfora pudiera asistir para señalar cuántas Sevillas hay en Sevilla, ya que sus diversas manifestaciones, su catálogo de identidades, no pueden disponerse o ajustarse en función de su alcance, de su tamaño, sino que, si acaso, coexisten, manera de decir que no conviven. Que Sevilla tenga seis de sus barrios entre el elenco de los más pobres de España, y dos de ellos en cabeza, ya da muestra de cómo la ciudad ni es una ni, mucho menos, la misma en el no menos metafórico callejero del vivir. Como a los poderes terrenales –sin entrar en materia de los atributos de la autoridad y los modos y maneras de su ejercicio– les cuesta revertir el estado de las cosas, aunque se acumulen iniciativas infructuosas o reediciones de propósitos incumplidos o postergados, el Gran Poder sevillano, que no necesita de más filiación ni explicaciones, recorrió y se afincó unas jornadas como vecino de algunos de esos barrios, pero el milagro de la transformación social no solo es hacedero por voluntad divina, quedando los mortales como quietos espectadores de tan fabuloso prodigio.
Además de esta diversidad socioeconómica, con sus penosos y estragadores efectos asociados, en Sevilla laten variaciones menos determinantes, pero asimismo notorias. De ellas han dado cuenta muchos sevillanos perspicaces, asistidos por la palabra, pues esta da forma y expresión, negro sobre blanco, a la reflexiva materia del pensamiento. De ahí que La ciudad, de Chaves Nogales, intente descifrar las ontológicas propiedades sevillanas. O que Romero Murube afrontara la contradicción de su platónica querencia sevillana con el hedonismo que, prejuicios aparte, encuentra buen acomodo en la ciudad puesta en los labios, Sevilla en los labios. Tuvo también Murube el privilegio de otear la ciudad desde el adarve del Alcázar, para así comprobar que el impostergable, y no siempre inconveniente, efecto del tiempo y sus circunstancias tiene secuelas en las costumbres que articulan el ser y el estar de los sevillanos, de manera que se desdibujen o desaparezcan los azules y abiertos contornos de los cielos, Los cielos que perdimos. O que José María Requena, un sevillano de Carmona –ay, la Sevilla de los pueblos–, acertara con su poco conocida maestría literaria al escribir Las naranjas de la capital son agrias, en aquella Sevilla de las “casitas bajas”, pues los naranjos urbanos no daban la sabrosa y dulce provisión de los rurales, de donde llegaban a Sevilla muchos despistados braceros del campo.
¿Cuántas Sevillas hay en Sevilla, señaladas dualidades o antagonismos aparte? ¿Qué diversidades sevillanas engrandecen la entidad de la ciudad para hacerla singularmente característica? ¿Qué variaciones de Sevilla son un estropicio mayor que desbarata el embeleso?
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