Ladera del Alcázar de Carmona.

Ladera del Alcázar de Carmona.

NI en la prisión del Alcázar de Sevilla, donde ahora se toma la fiebre a los turistas por mor de la pandemia, pudo el rey don Pedro detener las maquinaciones de doña Leonor de Guzmán, la concubina de su padre, don Alfonso XI, muerto pocos días antes, y ordenó su traslado a un alcázar seguro y vigilado, en Carmona, con un régimen más estricto y severo que, tal vez, solo consiguiera aliviar con la contemplación de una vega inmensa, infinita, desde el alto promontorio en que se levantaba la torre del presidio.

Con la quietud de los crepúsculos despaciosos, con el soplar sereno de los vientos, con la algarabía animosa de los cernícalos cuando buscan las espadañas a la atardecida, acaso doña Leonor haga compendio y revisión de su vida, sabiéndose consentida e ilegítima reina durante años, plena de favores y halagos, llena de admiraciones y cumplidos, poderosa por sumisas lealtades y obediencias, respetada por los reinos vecinos, influyente y hasta temida.

Si bien, deben guardarse los hombres de sí mismos más que de sus enemigos y, solo con eso, acrecentarán su tranquilidad. Guardarse de sí mismo, tal como enseña un sabio rabino, es no dar pábulo a la envidia, ni mecha al rencor, ni lumbre a la codicia. Acaso estas enseñanzas complazcan a los sencillos más que a los altos.

Aunque, en sus distintas formas, la envidia, el rencor y la codicia tientan sin medida y, de conseguir una cosa, nace el deseo de otra mayor y más difícil o penosa de lograr. Incluso razones tiene el entendimiento que pueden ser todavía más ingeniosas: cabe pensar que teniendo lo más sea dado conseguir lo casi todo, antes que, teniendo poco, enfrascarse en alcanzar lo menos. Como, asimismo, que quien lo tuvo casi todo no puede enhebrar un día tras otro en el menoscabo y la carencia, y que quien casi nunca dispuso de nada no lamentará mucho perder lo poco que alcanzó. Doña Leonor es de las primeras, y esta cárcel inhóspita, levantada como atalaya del desconsuelo, por donde se cuelan las luces del universo jugando con la carcoma de los ventanucos, es el confín de la derrota que infringe el revés de los días. Ya no le asisten mañas, ni deshace controversias, ni juega con los seguros riesgos de la complicidad.

Ni siquiera la socorren los conjuros, los hechizos con que descolocó el juicio del rey don Alfonso y hasta el trato de brujas, así se cuenta, para cerrar las entrañas de la reina doña María, impedirle engendrar la real descendencia y parir al nuevo rey don Pedro. Ya que este nació tras un embarazo muy prolongado, cuya tardanza se atribuyó a un encantamiento por brujería, para el que no servía la ciencia del médico. Por la diabólica invención de los hechizos, en tanto la bruja mantenía su puño cerrado, día tras día, la matriz de la reina quedaba de la misma forma y el infante tenía apagadas las luces de la vida. Mas el médico se las valió para propagar, sin ser cierta, la noticia de que el príncipe había nacido.

Y como bien conviene a las brujas deshacer el hechizo por el poder de su negra magia, antes que lo sea por la ineficacia de sus efectos, allá que la bruja abrió las manos, disgustada por el equívoco, y se hizo posible el feliz alumbramiento del infante don Pedro.

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