Hombre muerto que no muere

Los grandes crucificados sevillanos se esculpieron a la luz de la resurrección para fortalecer la fe

25 de febrero 2024 - 01:00

En la escuela sevillana de imaginería lo teológico vence a lo histórico o naturalista. No se trata de representar momentos concretos y cruentos de la Pasión, la cruda realidad de lo sufrido por el Nazareno desde el huerto de los olivos a su crucifixión y muerte, sino de hacerlo desde la perspectiva de la certeza de su resurrección. Por eso el despreciado y el sentenciado vencen sobre sus pasos al tetrarca y al prefecto. Por eso ninguno de los grandes crucificados es un cadáver colgado de una cruz. Nada que ver con la tan cruenta representación del crucificado de Grünewald del retablo de Isenheim o con el aún más cruento Cristo muerto de Holbein que tanto espantó a Dostoievski cuando lo vio en el museo de Basilea, haciendo temer a su mujer que sufriera uno de sus ataques epilépticos. Reflejó después su conmoción en El idiota: “Este cuadro lo he visto en el extranjero y no puedo olvidarlo. ¡Este cuadro!, prorrumpió de pronto el príncipe bajo el influjo de un súbito pensamiento. ¡Este cuadro! ¡Más de uno, al contemplarlo, puede perder la fe!”.

Esto no pasa en Sevilla. No porque se idealicen y dulcifiquen los padecimientos para no herir sensibilidades, sino porque las imágenes se esculpieron, como los Evangelios se escribieron, a la luz de la resurrección para fortalecer la fe. Incluso la más dura y naturalista representación sevillana, el rostro del Cachorro, se inscribe en el impulso del cuerpo que es a la vez estertor de agonía y vuelo ascensional.

Pensemos en los más grandes crucificados de Sevilla, desde el prólogo renacentista del Cristo de Burgos (1574) al epílogo barroco del Cachorro (1682). En el siglo que media entre uno y otro se esculpieron los crucificados de los Cálices (1603), Calvario (1612), Desamparados (1617), Amor, Buena Muerte y Conversión (1620), Fundación (1622), Misericordia (1623) y Misericordias (1670), a los que sumaría el Crucificado del sevillano Velázquez (1632) que provocó en la sensibilidad de Unamuno una respuesta muy distinta a la de Dostoievski tras contemplar el Cristo de Holbein. Uno solo vio muerte y el otro, solo vida: “Miras dentro de Ti, donde alborea el sol eterno de las almas vivas… Triunfador de la muerte… La vida por Ti quedó encumbrada. Desde entonces por Ti nos vivifica esa tu muerte… Hombre muerto que no muere…”. Palabras que podrían decirse a nuestros grandes crucificados.

Dicho sea hoy, función principal del Calvario y besapié del Amor.

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