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Mauthausen

En la vasta geografía del horror nazi, el campo austriaco ocupa un lugar que nos toca muy de cerca

Hace unos años otro honorable presidente de la Generalitat, el mismo que inició la deriva independentista del nacionalismo, viajó con un nutrido séquito de políticos y empresarios a Jerusalén, donde se atrevió, nada menos que en el Museo del Holocausto, a posar de perseguido, sugiriendo un vergonzoso paralelismo entre israelíes y catalanes que indignó a las víctimas del más inconcebible genocidio de la Historia. Ya entonces daban los impulsores del proceso soberanista, como empezaba a llamarse la cosa, muestras de haber perdido no sólo la sensatez, el en otro tiempo famoso seny, sino también el juicio e incluso el sentido del ridículo. Todo lo que ha venido después ha superado las peores expectativas. Lo último, de momento, ha sido la soflama de una directora general de Memoria Democrática, comisionada por el Departamento de Justicia para poner en marcha una poco prometedora Comisión de la Verdad, que se ha permitido aprovechar el homenaje a las víctimas de Mauthausen -sólo a las catalanas, por supuesto, aunque hubo casi cinco mil de todas las comunidades de la península, incluyendo el millar y medio de andaluces- para defender a los falsos "presos políticos" que están siendo juzgados estos días con todas las garantías de la democracia española. En la vasta geografía del horror nazi, el lager austriaco, destinado precisamente a los presos políticos, ocupa un lugar que nos toca muy de cerca, pues aunque los nuestros sólo fueron el cuatro por ciento de los reclusos totales, el campo era llamado de los españoles -"los más difíciles de matar", según el siniestro comandante del complejo- por ser los más veteranos y quienes lo habían construido en parte. Más de siete mil exiliados republicanos, apresados tras la caída de Francia o por su participación posterior en la resistencia, pasaron por Mauthausen, en rigor apátridas dado que el gobierno de Franco les había negado la nacionalidad y se desentendió por completo de su suerte. Su fortaleza y solidaridad se hizo proverbial entre los deportados a los que los españoles prestaban ayuda y consejos de supervivencia, confiados como estaban en la victoria final de los aliados. Las impresionantes fotos de Boix, proyectadas en los juicios de Núremberg, muestran el trabajo de los esclavos en las canteras de granito, los cadáveres de los desesperados que se suicidaban en las vallas, la entrada de las tropas estadounidenses a las que recibe una pancarta escrita en castellano: "Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras". Esta es la memoria democrática que la directora general y los suyos, mártires de pacotilla, pretenden profanar en su despreciable intento de apropiación indebida.

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