¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La revolución del pesebre
Morirse en agosto es quedar condenado al olvido becqueriano. Todo el mundo te pospone el abrazo para septiembre como una asignatura pendiente. Morirse en noviembre es hacerlo en la bulla plena del mes de los difuntos, los de siempre, a los que les rezaron tus abuelos y oran tus padres; los de ayer, por los que ya te toca pedir a ti mismo porque cada vez somos menos, y los de hoy, que se suceden como cuentas de un rosario.
En una gran ciudad pasan cosas todos los días. Pero las más importantes, jamás nos equivoquemos, son los nacimientos y las muertes. Por eso todos los obituarios son tan leídos. Absolutamente todos. La muerte es la noticia por excelencia. Siempre la puedes avanzar porque nunca te equivocas. Todos tenemos reservada la estación del invierno en el trayecto de la vida, aunque algunos crean vivir en una suerte de primavera... eterna.
Ayer ocurrió algo muy importante. Se murió Carmen de los Santos, la madre del abogado sevillano Pedro Molina, uno de los mejores tipos que me he cruzado en mi vida. De los que soportan tus defectos con paciencia, acude a tu casa para colgarte un cuadro sin evidenciar tu torpeza y te hace esos favores que sólo hace el amigo cierto que los clásicos refieren.
Nos dejó doña Carmen el día de Santa Ángela de la Cruz, justo a la hora en que cuarenta años antes llegaba el Papa Juan Pablo II a Sevilla. Ella tenía mucho orgullo del Tiro de Línea, donde se crió. Sin pretensiones, natural, con la sencillez de la gente buena. Tal como es su hijo, rama dichosa.
Es probable que el niño Pedro, de sólo ocho años aquel 5 de noviembre de 1982, acudiera con sus padres y con su hermano José María a saludar al Papa desde cualquiera de las muchas bullas entusiastas que se formaron a lo largo del recorrido. Totus tuus, proclamaban las banderas vaticanas y pancartas. Cuatro décadas después, la dejamos encomendada por la noche a San Carlos Borromeo, que para eso todavía era 4 de noviembre, y a la dulce mirada del Jesús Nazareno que abraza la cruz, el de la cofradía de su hijo. A las siete de la mañana no había mensajes, señal de esperanza. Carmen murió a mediodía en la paz de un sábado del mes de los difuntos, buena muerte de noviembre, muerte que trae cogida la horma, muerte que llega con toda la liturgia montada, muerte que conduce directa a la Esperanza de luto. La madre de mi amigo se fue acompañada, arropada y rezada. La luz del sábado del otoño liviano se convirtió en perpetua para esta buena hija del Tiro.
Perdonen los lectores la licencia más personal que nunca de este artículo, pero ayer ocurrió algo importante. Insisto. Murió la madre de un amigo. Y amigo es una palabra más seria que una cofradía de ruan de regreso, una palabra que la vida te enseña a emplear cada vez con mayor cautela. Un amigo te guarda la espalda en tu ausencia, te coloca bien la cola de la túnica, te quiere con tus defectos a ti y a los tuyos, y te asiste en cualquier mudanza de la vida. Cualquiera.
Ayer recordamos con gozo los 40 años de un santo en Sevilla. Y ayer despedimos a Carmen, para siempre en la memoria de su esposo, hijos y nietos. Para siempre sus besos en las manos del Cautivo y sus oraciones en el rostro de las Mercedes. Totus tuus. Escrito estaba.
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