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Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Pequeño mundo

Mientras en la NASA se devanan los sesos para llevarnos a Alfa Centauri, el mundo se hace más pequeño

Aseguran los entomólogos que el mundo de las hormigas se reduce a un entorno de dos centímetros de diámetro respecto a cada individuo. Desconozco la precisión del dato en relación con las distintas especies de hormigas, así como con los himenópteros más o menos ambiciosos; pero, en todo caso, la información es fiable: la realidad se reduce para cada hormiga a esos dos centímetros, más allá de los cuales no hay nada. Nada, al menos, que la hormiga en cuestión pueda conocer. De igual manera, todos los organismos desarrollan su existencia en unas coordenadas concretas bajo las que la realidad tiene sentido. Y si algo ha definido a la especie humana desde su origen es su determinación a la hora de ampliar esas coordenadas: desde el primer pie homínido puesto fuera de África hasta la carrera espacial, las distintas modalidades del género homo han compartido un ánimo explorador que ha ido pulverizando los entornos que se corresponderían en cada caso con los dos centímetros que atañen a la hormiga. Pero este ánimo no tiene que ver únicamente con la expansión geográfica, sino, más aún, con el verdadero motor de la especie: el lenguaje. Cuando Wittgenstein afirmaba que "los límites del lenguaje son los límites de mi mundo" se refería a esto. Un lenguaje más rico nos conduce, siempre, más lejos.

Pero hay algo que también se nos da de lujo: la paradoja. Ahora, mientras en la NASA se devanan los sesos para encontrar el modo de llegar a Alfa Centauri, el mundo, nuestro mundo, parece hacerse cada vez más pequeño, más efímero y menos creativo. Las crisis que han venido sucediéndose en la última década con la pandemia como acontecimiento definitivo, junto a la obsesión por la seguridad, el miedo como moneda de cambio, la consagración de la norma, la evolución de la cultura entendida como doctrina moral y el éxito de los nacionalismos y patriotismos con su efectiva invocación a la tribu han despertado la desconfianza hacia los códigos compartidos de manera amplia. Sólo hay que reparar en la manera en que internet, que nació como mecanismo proclive a la superación de fronteras, ha terminado reforzando las mismas. El lenguaje, a su vez, se ha devaluado merced a las redes sociales y la calidad de los debates hasta quedarse en una cáscara vacía. Queríamos un mundo pequeño. Lo tenemos.

Séneca, quien tuvo el dudoso honor de instruir a Nerón, sólo reconocía una patria: el mundo entero. Tal vez estamos a tiempo de restituir esta idea fuera de los viejos preceptos coloniales. La alternativa, está claro, no nos conduce a ninguna parte.

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