¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La revolución del pesebre
HUBO una película en los años ochenta, El hombre elefante, dirigida por David Lynch e interpretada por actores de la talla de John Hurt, Anthony Hopkins y John Gielgud, que me dejó una honda huella. Creo recordar que la misma estaba íntegramente rodada en blanco y negro, con una fotografía elegante y un argumento conmovedor, basado en una historia real ocurrida en la Inglaterra victoriana de mediados del siglo XIX. En aquella época, y no sólo en aquellas tierras, resucitaron con fuerza las exhibiciones de feria en las que se mostraban fenómenos naturales o simulados de animales exóticos o seres humanos que, por alguna circunstancia, por su fuerza, por sus deformidades, suscitaban el morbo y la atención del populacho.
El guión -apoyado en los libros La historia del hombre elefante y otras reminiscencias, del médico que le trató en un hospital londinense, y en El hombre elefante: un estudio sobre la dignidad humana, de Ashley Montagu- nos cuenta, en su primera parte, cómo un ser humano físicamente repugnante, con unas facciones monstruosas, es exhibido sin pudor por los dueños de un circo en un espectáculo denigrante a cambio de unas monedas. Algunas de las escenas serían capaces de conmover al tipo de corazón más duro. Cierto día, Merrick, que así se apellidaba el pobre desgraciado, fue rescatado del freak show en el que se le explotaba por un médico sensible que intentó, mediante afecto y sensibilidad, devolverle una dignidad que quizá nuca tuvo. La película goza de momentos de profunda emoción ajenos por completo a la sensiblería más bobalicona.
Sin llegar a esos extremos de degradación, recuerdo de mi niñez cómo me llamaban la atención aquellas barracas de madera que, pintadas con colores llamativos, anunciaban a la mujer serpiente o a las hermanas siamesas. En mi ingenuidad infantil imaginaba verdaderos engendros híbridos capaces de devorar ratones o atacar a cualquier humano. Una vez, con un amigo del colegio, decidimos gastar las pocas monedas que teníamos en saber realmente qué se escondía detrás de la puerta de entrada. La decepción fue mayúscula. Una pobre niña de no más de doce años nos miraba tristemente desde una caja de cartón en la que se atisbaba por detrás un cuerpo de serpiente pegado toscamente a su nuca. Esos freak shows tal y como los conocimos, han desaparecido de las ferias de nuestros pueblos y ciudades. Hemos alcanzado, según se nos hace ver, el grado de desarrollo cívico suficiente como para no permitir tales espectáculos degradantes.
Sin embargo, cuando uno asiste, a través de la barraca televisiva, a determinados programas, duda de que realmente haya sido así, de que hayamos dejado de exhibir desgracias ajenas para, a cambio de unas monedas, divertir a lo que hoy se ha dado en bautizar como la ciudadanía. He leído en las últimas semanas opiniones encontradas al respecto. Hay quienes sostienen que esos programas televisivos en los que determinadas parejas o individuos publicitan sus desgracias a cambio de las exiguas ayudas de los televidentes, constituyen realmente un rayo de esperanza en esta sociedad deshumanizada; y que su presentadora estrella -una chica jacarandosa, cercana y chistosa, que lo mismo hablaba en andaluz que en castellano y que igual salta de alegría que imposta expresiones de profunda tristeza- es "un ángel que se cuela en nuestras casas" para aliviar sufrimientos y penurias. Ese programa -bien en su versión sureña o ahora nacional- demuestra, según sus valedores, que los españoles somos un pueblo solidario (sic) que se sabe unir ante la adversidad. A mí, en cualquier caso, me gustaría conocer el coste de cada programa o el sueldo de la conductora para calibrar realmente el impacto "solidario" del mismo. Porque, puestos a ayudar, ¿y si lo suprimiéramos y diéramos directamente a los necesitados esa pasta?
Otros -más escépticos, quizá más maliciados o sin el necesario grado de bondad- piensan que, en definitiva, con esas astracanadas catódicas, no hacemos sino retornar a los tiempos de "ponga un pobre en su mesa", tan genialmente plasmados por la delirante película Plácido, de los años sesenta, en la que una burguesía ociosa se entretenía organizando campañas de caridad navideñas. Tanto correr para llegar al mismo sitio. Uno soñaba, allá por el año 1982, cuando votó al Felipe González de mirada traslúcida hacia el infinito, que en poco tiempo, a través de un sistema impositivo progresista y un estricto control sobre cómo se gastaban los dineros, podríamos alcanzar algo parecido al sueño escandinavo, sin la caridad humillante de los señoritos. Bien es verdad que apenas contaba con veinte años. Es duro decirlo, pero me temo que no tenemos arreglo.
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