La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Sánchez entra en los templos cuando quiere
Puede ser buen momento para recordar por qué se extendió, hace más de un siglo, el movimiento regeneracionista por España. Y quizás también se deba establecer un cierto paralelismo entre aquellas y las presentes circunstancias. Entonces se había creado una profunda zanja entre los políticos y la ciudadanía a la que decían representar. Los españoles de finales del XIX asistieron pasmados a la cadena de desastres (la guerra de Cuba solo fue el más llamativo) que se sucedían, mientras los responsables de remediarlos se habían fabricado una pompa de cristal para uso interno y exclusivo. La gente de la calle no alcanzaba a comprender tanto desbarajuste verbal y tan pocos remedios reales, pero aparte de sufrirlos tenían escasas posibilidades de mostrar su opinión e intervenir. Debían esperar las convocatorias de unas elecciones que el caciquismo imperante sabía amañar cautamente para impedir sorpresas. Los desastres se prolongaban, pues, sin que los ciudadanos percibiesen mejoría alguna. Y desde la protegida burbuja política no llegaban más que lamentos impostados. Ante tanto abandono, surgió algo nuevo e imprevisto en España: llamados por el malestar y decadencia reinantes, una serie de escritores e intelectuales, de distinto signo, decidieron, descorazonados ante el pesimismo extendido por la vida pública, levantar sus voces críticas y difundir sus ideas a través de la prensa y otros medios a su alcance.
La eficacia inmediata de aquella movilización no fue trascendente, dado que los gobiernos estaban demasiado enquistados para prestar oídos a peticiones de regeneración procedentes de un escuálido puñado de universitarios, científicos, artistas y literatos. Que no contaban, además, ni con una mínima organización práctica que los aglutinase. Sin embargo, pasado el tiempo, aquellas actitudes aisladas, artículos desperdigados y obras escritas al calor de tanta decepción, cobraron un valor simbólico ejemplar. Y leídos ahora, desde la distancia, constituyen unas páginas entrañables y conmovedoras. Y se impuso el nombre de regeneracionismo para señalar al movimiento ideológico que agrupó a los partícipes en aquella voluntad de reforma y cambio de los males de España. Pero esa palabra y la función desempeñada entonces ha ido más allá de la coyuntura histórica que les dio vida. Se mantienen todavía latentes y aguardando. Tal como están las cosas políticas, quizás ha llegado el momento de recuperar la palabra y su función. Los nuevos regeneracionistas también deben estar dispuestos.
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