La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La Mina es una mina de felicidad en las tabernas de Sevilla
Ha muerto el poeta José María Álvarez y lo primero que hemos hecho al enterarnos ha sido trasladarle la condolencia a nuestro José Daniel M. Serrallé, viejo amigo del maestro a quien él y su camarada Alfonso García-Sampedro, que pasan estos días el tiempo ritual del verano en Asturias, habían conocido durante la mili en Cartagena, donde aquel tenía por entonces una librería legendaria, La Isla del Tesoro, cuyo nombre rendía evidente homenaje a la novela de Stevenson que él mismo tradujo al español y era en su imaginario, como lo será siempre para los devotos del escocés, el símbolo de una edad más dichosa. Con ambos tuvimos ocasión de visitarlo en su apartamento de París, muy cerca de Notre-Dame y de la Shakespeare and Company, un templo consagrado a la belleza donde los libros compartían espacio con objetos acogidos a una escenografía tan suntuosa como la de sus poemas, en los que el trasfondo culturalista convive con un insaciable apetito de vida. Integrante de la famosa nómina de los Novísimos, por la parte de los seniors, Álvarez fue con Gimferrer el más veneciano entre los venecianos, denominación en origen despectiva que no hacía más que señalar, en su caso, una patria espiritual de la que se reclamaba hijo orgulloso. De su íntima relación con la ciudad de los canales, muy presente en su poesía, aún se recuerda el homenaje a Ezra Pound –enterrado en San Michele, la isla de los muertos– a mediados de los ochenta, del que ha quedado constancia en un hermoso volumen que conservamos como oro en paño. Fue aquella, embrión de las convocatorias del festival Ardentísima, una de las iniciativas en las que gustaba de embarcar a los cómplices, que celebraban su temperamento generoso y apasionado y lo acompañaron en su veneración por Borges, Espriu, Gil de Biedma o Cavafis, a quien Álvarez tradujo en una versión que hizo mucho por difundir la obra del alejandrino en España. Rendía culto al placer, como hombre profundamente hedonista que ejerció cuanto pudo de libertino y fue en consecuencia orillado por los viejos y los nuevos puritanos, en todo tiempo enemigos de la joie de vivre. El título de su último libro de poemas, Non, je ne regrette rien, publicado por Renacimiento, sello que había editado sus memorias y varias de las entregas de su poesía completa, dejaba clara la voluntad de mantenerse firme en sus fervores de genuino amante de la cultura –de la cultura no adocenada– y en su ideario aristocratizante entre liberal y anarquista, desdeñoso de una oficialidad que nunca le hizo demasiado caso. Iba completamente por libre y lo ha sido hasta el final, que no lo es del todo porque nos lo seguiremos encontrando en sus libros.
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