Opinión

José León-Castro Alonso

Como balas de cañón

26 de septiembre 2015 - 01:00

DICEN los modernos que colores para los gustos. Y es cierto que el negro invoca muerte, el rojo sangre, y el amarillo mejor no lo digo. Por eso siempre nos quedará el verde. El verde es vida, en él se reproduce, se respira, se crece, se aguarda y, sobre todo, se siente. Sentir en verde es, entre otras muchas cosas, saberse libre cualquiera que sea la realidad de turno, confiar en levantarse cien veces después de haber caído ciento una, hacer de la lealtad bandera, gozar en la unidad, aferrase a la fe y asomarse cada mañana al balcón de la esperanza.

Cuando se siente en verde, una fuerza interior y misteriosa basta para combatir al maligno tenga la forma que tenga, para apagar las noches más oscuras y encenderlas con la luz de un sueño, para en un alarde de alquimia convertir en alegría la tristeza, la duda razonable en ilusión contagiosa y hasta la maldición del trece en la más gozosa de las cábalas. Vayan sumando todo eso y déjense Vds. seducir por la magia de un elixir embriagador; sueño, verde, trece, gozo, y hallarán la síntesis de la más sublime felicidad terrena: vivir y militar en la ingente legión de las trece barras, de la bendita locura, del eterno ideal, de un dogma centenario: el Glorioso.

Tengo por muy cierto que la grandeza no se mide en dinero, ni en títulos, a la postre golpes de fortuna, hueras coyunturas y, al fin, golondrinas que no harán primavera. Ser grande es más, es creer sólo en uno mismo sin despreciar a nadie, aguardar sin vértigo el destino, saber que en la debilidad radica la única energía capaz de obrar una y otra vez la regeneración y cohonestar los buenos vientos con humildad, los malos con hombría, y la desgracia con entereza.

No hay mayor ni más atemporal tesoro que el honor, la imagen, la fama y la intimidad, bienes todos ellos inalienables, indisponibles y, por fortuna, transmisibles a aquellos que más queremos. Con tan preciados bienes alguien quiso especular olvidando que son patrimonio de almas que verdean desde niño a viejo porque así lo quiso el destino y así lo dispusieron los hados para los que fuimos obsequiados por la fortuna. Jugar con esos bienes es dañar torticeramente algo que roza lo sobrenatural. Porque todo lo demás es transitorio, efímero, y hasta superfluo. Y ese patrimonio inmaterial e invaluable que se le ha pretendido hurtar a sus únicos y legítimos dueños, será el que siempre distinga la vulgar realidad de unos de aquellos otros que para siempre formarán parte de la leyenda.

Porque en Sevilla el tópico habita cada rincón a lo largo y ancho de su río, desde la calle que le da nombre, Betis, hasta la cuna de un curso que busca su ocaso, tras atravesar la ciudad del sol, Heliópolis, buscando la mar océana. Aún así, no es la ciudad del tópico sino más bien la que prestó su nuevo nombre a quien nada de su ADN posee y de la que su verdadero hijo es y será siempre depositario y heredero. Hermanos suyos, y a su vez entre sí, son las más humildes y nobles gentes de la Bética, modestos u opulentos, felices todos, jóvenes o adultos, hombres y mujeres que a nadie se le excluye del paraíso verdiblanco, siempre que acredite ser merecedor de tan glorioso destino. Sin grandilocuencias ni fetichistas idolatrías, pero también sin engaños ni malas artes, ni por soberbia y ambición, ni por poses demagógicas, ni por dicterio de los tribunales. Antes bien, por los méritos y virtudes reconocidos por los únicos jueces con jurisdicción bastante en estas lides y que no son otros que quiénes le profesan su amor y lealtad incondicionales domingo tras domingo.

Esa y no otra es la panacea para la felicidad. Por eso nada importa más allá del cariño a unos colores, de la pasión por un mismo grito, del gozo ante lo imposible. No es fácil para algunos entender así la vida, pero asevero que sí es grandioso para los que ejercemos idéntica liturgia y profesamos la misma devoción, la auténtica. Una vez más hemos superado los aires de zozobra que durante tantos años nos han soplado y ahora parece que por fin acariciamos la bonanza. Otra vez jóvenes y templadas trompetas han llamado a la unión y la confianza a una tropa que jamás deserta y que tiene demostrado su inquebrantable verde patriotismo. Estas reflexiones tienen como única fuente la lección recibida de dos ya grandes béticos, José Miguel López Catalán y Ángel Haro García. A ellos mi gratitud por encima incluso de la alegría que me han imbuido.

Y a cuántos nos hemos curtido en el sufrimiento, la modestia, la alegría y la verdad, no habrá fasto que nos ciegue ni nefasto que nos desanime. Así somos, hemos sido y seremos los practicantes de la fe verdiblanca, fieles, modestos y felices, en cualquier circunstancia, apiñados como balas de cañón. Y no cambiemos nunca.

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