
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La hora de Mazón
La ciudad y los días
Mis primeros recuerdos de las devociones familiares, esos que anteceden a la memoria porque las imágenes sagradas estaban allí, como los padres, antes de que naciéramos, son la Amargura en la cabecera de mi cama, la Esperanza Macarena en la mesita de noche de mi madre, el Calvario en la de mi padre y el Gran Poder y Jesús Nazareno en la sala. Las conservo después que se hiciera esa triste cosa que es desmantelar la casa familiar. La del Calvario es el perfil sobre fondo negro de Haretón. Para mí, quizás por razones objetivas o quizás por este recuerdo, es la fotografía definitiva del Cristo del Calvario, la que mejor expresa la dulce severidad y la abismal hondura teológica de este crucificado único.
No se avienen bien dulzura y severidad. Incluso parecen cosas opuestas. Pero ambas se funden en esta imagen que siento más simbólica que real. La casualidad quiso que, tras peregrinar por Santa Catalina, San Ildefonso, la Escuela de Cristo y San Gregorio, el Cristo del Calvario –pura teología paulina esculpida: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo... Necedad para los que se pierden; pero para nosotros, fuerza de Dios”– acabara en el antiguo convento dominico de San Pablo.
Ninguno de los grandes crucificados sevillanos es realista. Ninguno está definitivamente muerto. Al igual que todas nuestras grandes imágenes fueron esculpidos, como los Evangelios fueron escritos, a la luz de la resurrección. De entre todos, ninguno es tan conceptualmente teológico como el Cristo del Calvario, cuerpo hecho cruz, cruz hecha cuerpo. Versión barroca de los góticos Cristos Majestad crucificados. Aquellos se representaban vivos y el Calvario, muerto. ¿Muerto? No. La cabeza cae, ciertamente; pero con extrema delicadeza. Y el cuerpo ni tan siquiera sigue tan delicado movimiento.
No se desploma, como Buena Muerte y Fundación, atraído por la tierra. No asciende, como el Cachorro, llamado por el cielo. Reina desde la cruz-trono con una vida que vence los signos de la muerte. Incluso a las enturbiadas pupilas que se ven a través de sus ojos entreabiertos. Incluso a su llaga, que parece un sagrario entreabierto del que mana una sangre eucarística.
El Calvario es el crucificado apocalíptico: “Yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos”. Hoy este milagro esculpido está en besapié.
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