
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La mejor parada de bus del mundo
Nadie que en la Sevilla de los años setenta u ochenta del siglo pasado se cruzara con Diamantino García Acosta lo habrá olvidado. Se cumplen ahora tres décadas desde que una enfermedad cruel y fulminante se lo llevó poniendo fin a una vida que no había tenido otro objetivo que entregarse a los demás. Pero no era una entrega desinteresada, como se suele decir en estos casos. Era una entrega que tenía un interés claro: llevar el Evangelio a donde le costaba más trabajo hacerse presente y utilizarlo como instrumento de lucha de los más desfavorecidos, con los que Diamantino se fundió para vivir como ellos. Era la forma que tenía de evangelizar.
Diamantino era un cura jornalero y estuvo en el movimiento que fundó, junto a Francisco Casero y otros, el Sindicato de Obreros del Campo, la organización que dio a conocer la lucha de un colectivo al que le costó trabajo hacerse oír durante la Transición, el de los trabajadores del campo que malvivían a fuerza de reunir jornales y a los que se le negaban derechos que sí empezaban a tener los de las ciudades.
Hay que hacer un esfuerzo para contar con lenguaje de ahora cómo era el campo andaluz hace casi medio siglo. Aunque ya entonces empezaban a verse esfuerzos de modernización en algunas explotaciones, la estructura más predominante era el latifundio heredado del siglo XIX que se gobernaba con métodos feudales.
A ese escenario llegó Diamantino tras ordenarse sacerdote a finales de la década de los sesenta. Fue párroco de Los Corrales, un pueblo de la Sierra Sur sevillana dejado de la mano de Dios. No cobró jamás una peseta de la asignación que como titular de una parroquia le correspondía. Desde el primer día se empleó como jornalero para compartir los anhelos y las miserias de la gente a la que había ido a servir. Fue temporero en la fruta de Lérida, en el espárrago de Navarra o en la vendimia del sur de Francia cuando faltaba el trabajo en su pueblo, que eran muchos meses del año.
De un viaje con los vendimiadores de Los Corrales a la zona de Narbona guardo uno de los recuerdos más entrañables del cura. Fui a mediados de la década de los ochenta con Pablo Juliá, el fotógrafo que más sensibilidad, gusto y compromiso retrató la Andalucía de aquellos años, para hacer un reportaje para El País. Diamantino era un jornalero que era el primero en llenar los capazos con kilos y más kilos de uva, pero también era el padre de todos ellos, el enfermero cuando hacía falta, el confidente y, creo recordar, que muchas veces el cocinero. También el interlocutor con el patrón francés, que no podía ocultar su fascinación con aquel personaje menudo que se convertía en un gigante cuando se trataba de denunciar una injusticia o reclamar un derecho.
Diamantino García Acosta es, por derecho propio, protagonista y símbolo de una Iglesia –que no era toda la Iglesia, pero sí una parte– que en aquellos años confusos y difíciles se puso al lado de los pobres y se fundió con ellos. Una Iglesia y unos curas que llevaron el Evangelio hasta sus últimas consecuencias. Sería una injusticia olvidarlos.
También te puede interesar