La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Una nueva Sevilla en altura
Es como se viva la vida y se afronte la muerte lo que da sentido a nuestras hermandades, nuestras cofradías y nuestra Semana Santa. O lo que es lo mismo, a nuestra forma sevillana de ser cristianos. Está escrito: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo”. Pertenecer a una hermandad puede ser una muy respetable cuestión solo heredada y sentimental o también, y sobre todo, un compromiso de vida. Vestir una túnica puede ser disfrazarse para integrarse en un rito colectivo de identificación o dar público testimonio de fe, cada cual con el estilo severo o alegre que sus sagradas imágenes hayan dado a la cofradía. Pregonar la Semana Santa puede ser un ejercicio de retórica hueca en busca del aplauso fácil o anunciar la “Passio Domini nostri Iesu Christi secundum Populum”, como la definió Muñoz y Pabón.
Así vivió sus hermandades, especialmente la del Baratillo, y sus devociones, el Gran Poder y la Esperanza Macarena, como para tantos de nosotros, las primeras entre iguales, Ignacio Pérez Franco, ido o llamado –“temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada”– demasiado pronto. Así vistió su túnica. Así pregonó la Semana Santa. Para Ignacio ser cofrade era su forma de ser cristiano. Una forma sevillana, alegre y seria, disfrutona y comprometida, en la que la ensimismada soledad en la capilla ante la sagrada imagen o la oración ante su estampa en un momento difícil tienen el necesario complemento de compartir estas cosas, y la vida entera con su carga de penas y alegrías, con sus hermanos y sus amigos cofrades. Nadie lo ha expresado mejor que Joaquín Romero Murube: “El sevillano, que ha metido, por medio de la cofradía, a Dios en su vida más vulgar y cotidiana, (…) tiene hacia divinidad un respeto matizado por una sublime familiaridad que solo puede nacer a través de la cofradía”.
No escribo así porque haya fallecido. Lo respeté siempre como cofrade ejemplar –de estirpe le venía, como saben quienes conocieron a su padre–, lo aprecié siempre por su bonhomía –afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento– y lo admiré por el valor, la serenidad, la entereza y la fe con las que se enfrentó a la enfermedad. Y, como sus íntimos, saben, a la muerte. Ahora, pronto para nosotros, es eterno y, como escribió San Agustín, mira con sus ojos, llenos de gloria, los nuestros, llenos de lágrimas.
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