En Tristana, Buñuel se recrea en un juego. Caminan sus protagonistas por las calles laberínticas del Toledo antiguo y en un momento dado tienen que decidir cuál de ellas tomar ¿Por qué hemos elegido esa y no la otra?, se preguntan después. En una de esas disyuntivas, Tristana decide no seguir la misma calle por la que todo el mundo andaba, curioseando el lance de un Guardia Civil que intentaba dar muerte a un perro rabioso. Ella elige la calle tranquila, pero, a la postre, dicha elección le supondrá conocer al pintor Horacio, quien perturbará la paz de su pequeño mundo. El subrayado metafísico del aragonés es evidente. Somos realmente libres cuando elegimos o, por el contrario, nuestros actos, nuestro universo psíquico está tan determinado como lo estaría todo el universo físico, siendo nosotros, por lo tanto, meros esclavos de las causas de nuestros actos, del azar, en suma. Por que la culpa no la tuve yo, como reza la rumba, entre la metafísica y la dogmática penal, del gran Capullo de Jerez. Desde Newton la tentación de eliminar la frontera entre la filosofía de la ciencia y de la conciencia ha sido inevitable, como también la idea misma de negar la libertad del hombre, presa del determinismo. La profesora Sabrina Rivero nos iluminaba hace dos días en estas páginas sobre cómo en la ciencia de la evolución se asume la posibilidad de que no sólo estemos determinados por los genes, sino que la propia experiencia de vida de nuestros padres se nos transmita también a través de mecanismos epigenéticos, delimitando lo que podemos ser. Esto, por un lado, podría confirmar el yugo del determinismo, mas, por el otro, también nos enfrenta a la dimensión clásica de la ética de la responsabilidad, que va más allá de la biología: elegimos, hacemos, y eso no sólo dibuja lo que somos, sino que condiciona las cartas con las que jugarán los que nos suceden. Que el hombre, aunque tenga hambre, pueda evitar comerse la torta antes del recreo, es siempre un buen clavo al que agarrarse para creer en la libertad. Que esta existe, es paradójica y nos condena a decidir, es el hilo del penúltimo Buñuel, el de El fantasma de la libertad, película que empieza con la leyenda del beso, aquella que cuenta cómo un soldado napoleónico besa a traición la estatua fúnebre de Doña Elvira de Castañeda, lo que provoca que la estatua del cónyuge, sita al lado, le golpeé y tumbe con su espada, recordándonos así el peaje de las decisiones erróneas y, también, que el surrealismo en España no es vanguardia sino tradición y una forma adecuada de explicarse plenamente la realidad de ciertas cosas.

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