NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Me gustan los altares y retablos cerámicos de ánimas. Mi favorito es el de San Pedro por razones personales que me ligan a esta plaza y esta parroquia, y por la frase de Job –“Tened compasión mí al menos vosotros mis amigos”– con la que los cuerpos-almas piden oraciones que los rescaten de las llamas, como si sus voces se escaparan del azulejo inspirado en el cuadro de Domingo Martínez del altar de ánimas ante el que cada noviembre arden las lamparillas que algún día se encenderán por nosotros.
Los altares y retablos de ánimas representan un más allá muy más acá. Sobre todo, porque las almas son cuerpos que, como en esta vida, siguen luchando. Por eso Unamuno, que exigía una vida eterna con cuerpo, hasta con su txapela, prefería el purgatorio por ser, como la vida, esa humanísima y agónica lucha que tan conmovedoramente describió en El Cristo de Velázquez: “Avanzamos, Señor, menesterosos, / las almas en guiñapos harapientos”.
Viene todo al caso de la nueva edición de la hace muchos años inencontrable El nacimiento del purgatorio (Akal) del gran medievalista y maestro de historiadores Jacques Le Goff, una obra maestra que Taurus publicó en 1985 con excelente traducción, mantenida, de Francisco Pérez Gutiérrez. Le Goff estudia y documenta el nacimiento del hoy tan devaluado purgatorio, en el que ya casi nadie cree, incluidos no pocos curas, desde las concepciones del más allá paganas y judías hasta su definición entre los siglos XII y XIII, y su consagración literaria en La divina Comedia.
El mérito de Le Goff es plantearlo, lejos de los tópicos que lo reducen a superstición de beatas, como “uno de los grandes episodios de la historia espiritual y social de Occidente”. En el para muchos seguro que desconcertante final, escribe: “Espero que seguirá habiendo siempre un lugar en los sueños humanos para el matiz, la justicia/justeza, la media en todos los sentidos del término, la razón (¡Oh razonable Purgatorio!) y la esperanza”.
Un libro extraordinario. De esos que, como decía Tierno Galván, hay que leer como beben las gallinas: un rato con la cabeza agachada sobre el libro y otro, levantada, para reflexionar sobre lo leído. Y desde luego no apto para llevárselo a la playa. Pero apasionante –y diría que apasionado– como crónica de una aventura espiritual, cultural y social.
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