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Luis Sánchez-Moliní

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El pleito del 'murillo'

La atribución al pintor de la Inmaculada de San Vicente provoca un duelo de floretes entre historiadores

Es una estampa habitual del periodismo costumbrista sevillano el supuesto murillo que, al someterse a ojos expertos, resulta ser obra de alguno de sus muchos discípulos (en el mejor de los casos) o una de las miles de copias que de la obra del maestro se hicieron durante el muy murillesco siglo XIX, algunas con la misma calidad del Ecce Homo de Borja. En ciertos ambientes patricios tener un cuadro de Bartolomé Esteban era como poseer una hacienda de olivar en Dos Hermanas o un cortijo en la Vega de Carmona, un signo de estatus, de pertenencia a la casta que nació con la desamortización y el consecuente expolio de las tierras y obras de arte de la Iglesia. Porque en Sevilla, como en tantas capitales españolas, los salones pudientes siempre han tenido un cierto aire de sacristía. De alguna manera había que reutilizar las obras que se expropiaron a la clerecía durante el nacimiento del capitalismo agrario hispano y no fueron a engrosar los fondos de los museos provinciales. Mientras los hogares burgueses y aristocráticos de países como Francia se iban desacralizando con lienzos de paisajes, nenúfares, alegres mademoseilles con sombrilla y graves caballeros de frac y clac, los muros de las casas con tono social de nuestra ciudad fueron colonizados por sangrientos cuadros de martirios, místicos arrebatados y cadáveres en olor de santidad, pero también con pinturas de una religiosidad ternurista y amable en la que Murillo y su progenie fueron maestros indiscutibles.

Pese a lo mucho que se ha investigado sobre el prolífico Murillo, empezando por los trabajos del gran patriarca de la historiografía del arte, don Diego Angulo Íñiguez, todavía hoy se siguen produciendo civilizados (pero no menos peligrosos) pleitos en torno a sus supuestas obras. Un ejemplo muy reciente lo tenemos en la atribución al pintor de una enigmática y hermosísima Inmaculada que se guardaba en la sacristía de San Vicente hasta su reciente restauración, que ha propiciado que Ignacio Cano y Antonio Romero, tras un minucioso examen, hayan concluido que la mano que pintó tan celestial mujer no pudo ser otra que la misma que dio vida a la Virgen de la Servilleta, tierna Madonna andaluza que merecería estar en la penumbra de una capilla adormecida por los rezos de sus devotos, no en la jacobina sala de una pinacoteca gubernamental.

Esta atribución, sin embargo, choca con las opiniones contrarias de Enrique Valdivieso, quien no aventura una autoría alternativa, y Benito Navarrete, que apunta a Juan del Castillo, maestro de Murillo. Lejos de nosotros la intención de tomar partido en este fino duelo de floretes. Nos faltan conocimientos y agallas. Sólo queríamos constatar cómo Murillo sigue vivo en la ciudad, en forma real o deseada, como anhelo de estatus burgués o pleito entre historiadores. Es lo que llaman posteridad.

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