La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La intimidad perdida de Sevilla
QUE conste que les reconozco buena fe. Utilizan, supongo, la lógica en la que creen, sin reparar en las verdaderas y sangrantes consecuencias de lo que proponen. La idea, expresada esta misma semana, procede del Instituto de Estudios Económicos (IEE), un órgano adscrito a la CEOE, y se resume en dos "hallazgos": hay que elevar la edad de jubilación hasta los 70 años y tenemos, también, que recortar la prestación por desempleo inicial para, con ello, alargar el período de cobro de la misma por parte de los parados de larga duración.
Es cierto que la receta viene precedida de un diagnóstico correcto: los 240.000 millones de euros que en 2014 necesitaremos captar para financiarnos suponen una losa de tal magnitud que exige nuevas y urgentes medidas. Comparto, incluso, algunas de sus observaciones: no queda margen para incrementar la carga impositiva, ni probablemente tampoco para diseñar recortes que, de realizarse y afectando ya al tuétano de los servicios sociales, implicarían un gravísimo riesgo de fractura social.
Pero, aun así, me desorienta su falta de imaginación y su ciega insistencia en darle siempre los palos a la misma burra. Falta, me parece, valentía: el sistema español de pensiones es, a todas luces, insostenible; por muchos parches que se le apliquen acabará, antes o después, reventando; y de lo que deberíamos estar discutiendo es de cómo sustituirlo, con el menor trauma posible, por otro que ofrezca un mínimo de viabilidad futura. No podemos ad aeternum ir aumentando el tiempo de trabajo. Por ese camino, terminaremos reinstaurando la esclavitud y sugiriendo la conveniencia de agonizar a pie de tajo. Igualmente, no parece de recibo tomarse en serio que el españolito en paro haya de ir aprendiendo a vivir en un estado de miseria perpetua.
Añaden dos jaculatorias que, por propio interés, jamás omiten: redúzcase significativamente el empleo público y alíviese la carga fiscal de las empresas españolas.
Afirman estos fenómenos que España camina por el borde del precipicio. No lo saben bien. Este país está harto de sacrificarse para nada, de soportar sobre sus espaldas incompetencias, pesebres vergonzosos, absurdos privilegios e incontables sopas bobas. Tanto, que comienza a mirar con imprevisible indignación y furia creciente, más que al precipicio, a sus otros y genuinos bordes, a cuantos con su desprecio, descaro e impunidad nos lo acercan, agrandan y ahondan.
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