La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Lo dejamos ya para después de Navidad
Ojú, ya me he liao!”, dice el sevillano del chiste cuando otro, con una cervecita en la mano le dice a su paso: “¡Hasta luego, Juan!”. En la mesa donde estoy contándolo –compuesta por dos de Madrid, una suiza, un belga, un chileno, una de Valencia y otra de Valencina–, se oye la carcajada única de la del Aljarafe. Tener que explicar un chascarrillo sabe a chupito de ricino. Aun así, trato de desentrañar el chiste de un solo trago: en Sevilla no hace falta quedar para encontrarme con gente conocida; de hecho, en mis días misántropos pongo más empeño en esquivar a encontradizos habituales que en –como se dice ahora– socializar. Dos de las personas que me escuchan, que han vivido en Alemania, comentan que algo así es impensable en otras latitudes. Verse con conocidos pasa por hacer planes, jamás por la deriva. Yo apuesto por el punto medio, aunque si quedo con muchos días de antelación, siempre acabo con la duda: “¿Y cómo voy a saber yo este viernes si el jueves que viene me va a apetecer salir?”. A partir de ahora, habrá que vivir con esa duda.
Porque –leo en este su diario– en nuestra ciudad cada vez es más difícil salir a comer o a cenar sin hacer una reserva. Sigo leyendo: afirma un country manager –que no sé lo que es– que aquí “cada vez se reserva con más antelación porque los comensales más foodies quieren asegurarse un sitio, evitando colas y esperas incómodas. En este sentido, ser precavido te garantiza una mejor experiencia y que se disfrute mucho más”. Foodies tampoco sé lo que significa, pero este señor dice verdad: cada vez hay más locales en los que tienes que reservar con bastante antelación. Y vuelven mis dudas: “¿Cómo voy a saber si la noche de dentro de un mes me apetecerá salir a cenar?”.
En nuestro rerum baretum practicamos, además de la frugalidad, el merodeo y el escarceo, aspectos estos poco ideales para quien pretenda imponer otros hábitos más arrimados a su provecho. Nos cuidamos de enclavarnos ni siquiera a un taburete –no digamos ya a una mesa fija–, lo que nos facilita volar a otro grupo si al nuestro se pega algún papafrita. Lo que nos ocupa es conversar y reír en corro, en insólito parlamento –y esto es algo metasevillano, pues, siendo natural de las sierras de Jaén, puedo afirmar que este hábito es más propio de la baja Andalucía–. En caso de que nos dé una picá, no hay nada más autóctono que juntar mesas y pedir medias (ahora, en los bares del centro, juntas dos mesas y te llevan detenida). Entre las reservas, la ordenanza que priva de la priva a pie, y lo de la estrafalaria resolución de locales emblemáticos exentos de la misma, la Wild Sevilla en la que echar una cerveza serenísima a precios populares o “una tapita ya, estoy ahí en diez minutos” hay que buscarla en lo que le queda de barrio a sus barrios. Allí nos vemos.
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