La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
A Guillermo Rodríguez-Izquierdo, SJ
LA noticia saltó hace unos meses pero es ahora cuando alcanza todo su significado: los jesuitas se van en unos días de su casa e iglesia de la calle Jesús del Gran Poder. Esto no deja de ser una anécdota en la larga, turbulenta y fecunda historia de la Societas Iesu, una de las grandes aportaciones a la historia Universal del pueblo vascongado (junto al Estado de Chile), tal como dijo Unamuno con esa rotundidad tan suya. El bilbaíno pecaba, como todos los de su raza, de un ombliguismo que le impedía ver lo muy andaluza, por universal, que era también la Compañía de Jesús. No en vano, si aquel soldado llamado Íñigo, que quedó tullido luchando contra el francés, cambió su nombre por el de Ignacio fue para dejar atrás las cazurrerías de los valles guipuzcoanos y abrazar el ancho orbe católico, con todos sus acentos y cordilleras.
El traslado, decíamos, es una anécdota en la historia universal de la Compañía, pero también en su historia local sevillana. Nos lo recuerdan esos grandes templos que fueron jesuitas y que, debido a los distintos expolios que sufrió la orden a lo largo de los siglos, terminaron en manos de un Estado que siempre sintió su poder e influencia como una amenaza. La primera Universidad de Sevilla se montó sobre lo incautado a los padres cuando Carlos III los expulsó, en 1767. Aún hoy, lo más valioso del patrimonio histórico de la Hispalense, ese con el que adorna su Paraninfo o le da presencia en exposiciones de la National Gallery, es fruto de aquella discutible decisión de Estado. Lo mismo se puede decir de San Hermenegildo, colegio que perteneció a la larga y siempre renovada tradición pedagógica de la orden en Sevilla; o de San Luis de los Franceses, culmen del barroco ignaciano en Andalucía. Ante esta larga vida plagada de peripecias, a los jesuitas no les debe parecer una gran tragedia abandonar un templo en el que sólo llevan desde 1887.
La Compañía se va en unos días del centro, pero no de Sevilla. Quedan las comunidades de Portaceli y Torreblanca, así como su último gran proyecto, la Universidad Loyola. Su presencia se sigue notando en las calles cada vez que topamos con un alumno de Portaceli, en su camisa las armas de los Oñaz y los Loyola, con esos dos lobos rampantes husmeando un caldero cuyo contenido imaginamos suculento. Hoy, en honor de estos últimos jesuitas de intramuros, recuerdo una oración anónima y algo herética con la que tropecé en internet: "Ignacio de Loyola: soldado estropeado, cojo épico, seco, desclasado a su manera, varón de pocas bromas, bueno hasta ser santo y viejo aficionado a los libros de caballerías. Ruega por nosotros".
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