Tribuna

Antonio Porras nadales

Catedrático de Derecho Constitucional

Compromisos

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Compromisos / rosell

Es el argumento maestro que suele manejar el presidente del Gobierno cuando se ve enfrentado a una decisión imprevista: era un compromiso. Y así es como se ha presentado la última excusa para justificar la iniciativa de modificar el Código Penal eliminando el delito de sedición. El compromiso presidencial parece convertirse, en efecto, en el gran motor de la agenda del Gobierno. Una forma de demostrar que el presidente cumple con su palabra, sobre todo si se trata de una decisión orientada a asegurar su mantenimiento en el poder.

Lógicamente la dificultad reside en que el presidente dice tantas cosas que nunca se sabe cuál es la verdadera; y como los periodistas tienen la mala costumbre de conservar las grabaciones anteriores, la cosa acaba un poco dislocada y, al final, la agenda del gobierno va dando unos zigzags interminables.

Pero lo cierto es que, bien mirado, el argumento no tiene en el fondo nada de absurdo. Teóricamente la lógica del compromiso constituía el fundamento mismo del sistema parlamentario: porque es el compromiso parlamentario de la investidura el que marca la agenda global de cuatro años, constituyendo el soporte mismo de la confianza política tras la que se configura la mayoría gubernamental. Esa investidura era la palabra del presidente (el discurso de investidura), que se sigue manifestando a lo largo de la legislatura en una sucesión de discursos sin fin. Y si el presidente cumple con sus compromisos está cumpliendo con todos nosotros.

Y así en Moncloa hasta se ha montado todo un fenomenal tinglado para demostrarnos que, en efecto, el Gobierno cumple con sus compromisos. Es el programa Cumpliendo(lamoncloa.gob.es/Paginas/cumpliendo/index.aspx) que nos permite visualizar la rendición de cuentas sobre el cumplimiento de tales compromisos. Una web donde se nos recibe con el prometedor mensaje de que, de los 1.494 compromisos asumidos desde la investidura, "si se suman los compromisos cumplidos a aquellos en los que se está trabajando en la actualidad, se encuentran activados casi la totalidad de los compromisos, situándose ya en el 98,1% del total". O sea, ¡estamos ya rozando el cien por cien! No piensen que es broma: todo un sesudo equipo de especialistas han prestado su apoyo a este monumental instrumento de propaganda institucional donde podemos descubrir algunas de las grandes tareas a las que nos enfrentamos gracias a los compromisos del Gobierno: como por ejemplo, promocionar el consumo de pescado, proteger a las personas hipotecadas, promover los salarios dignos, evitar la dispersión urbana, profundizar nuestra relación con Iberoamérica, desarrollar el derecho humano a la ciencia, o mantener y garantizar la paz en el exterior. Sin duda nobles horizontes de referencia que nos deben llenar de orgullo y satisfacción.

Pero resulta que tales compromisos no se alimentan solamente de debates parlamentarios, acuerdos políticos de coalición o grandes planes de carácter económico, sino que incluyen igualmente declaraciones y manifestaciones públicas del gobierno. Debe quedar claro entonces, que lo que dice el presidente no es lo mismo que lo que pueda decir cualquier mortal: la palabra del presidente acaba convertida en una especie de palabra de Dios, de la que sólo cabe deducir la consabida coletilla de "te alabamos, Señor". Un detalle de estilo que seguramente retrata al personaje.

Confundir la agenda del Gobierno con los discursos presidenciales constituye ciertamente un error justificable para quien está en el poder. Porque hay países, como Rusia o China, donde efectivamente la palabra del supremo dirigente equivale a la ley. En cambio, en países democráticos la agenda del gobierno surge más bien de toda una pluralidad de fuentes. No ya de fuentes institucionales, como debates parlamentarios o resoluciones ministeriales, sino de los propios circuitos mediáticos que marcan los asuntos de actualidad, e incluso de las redes sociales por donde discurre el debate ciudadano. Porque la agenda del gobierno es, o debería ser, la agenda de todos, como se corresponde a un contexto plenamente democrático.

No son las paridas circunstanciales que se le ocurren a algún dirigente las que constituyen la agenda del gobierno; porque en la práctica un alto porcentaje de proyectos gubernamentales acaban al final embarrancados entre los entresijos de la burocracia, la resistencia de colectivos sociales o la aparición de nuevos focos temáticos que desplazan los compromisos, en un horizonte oscilante y plural interminable. En una democracia la agenda se determina gracias a las focalizaciones temáticas de prioridades compartidas por todos, y no a los compromisos personales de algún dirigente.

La palabra de Dios mejor reservarla para las iglesias, pero no pretendamos sumergirla en la vorágine infernal donde se desenvuelve la política cotidiana.

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