La tribuna
¿España fallida?
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Los que pretenden imponer el pin parental, para vetar determinas actividades de enseñanza, niegan la Constitución de 1978; es decir, son anticonstitucionales. Pretenden romper España, puesto que atentan contra el acuerdo que supuso nuestra Carta Magna, cuyo artículo 27 consagra un derecho fundamental: el "derecho a la educación", como derecho básico de todos los ciudadanos, junto a "la libertad de enseñanza". El marco para el ejercicio del mismo son "los principios democráticos y los derechos y libertades fundamentales", entre los que se encuentran las declaraciones internacionales de derechos de la infancia, así como las convenciones correspondientes, fundamentados en el interés superior del menor que debe ser garantizado por sus familias y, en su defecto, por los poderes públicos. Ante cualquier conflicto que pueda suponer un riesgo para sus derechos, prevalecerá siempre el interés superior del niño, por encima de cualquier otro.
Por otra parte, la Constitución otorga a los poderes públicos la planificación de la enseñanza, incluida la del currículo común, con respeto a los principios constitucionales y los derechos fundamentales. Por tanto, si alguna actividad de enseñanza, incluidas las complementarias, que son también curriculares, así como las extraescolares, resultara contraria al ordenamiento jurídico, podrá ser denunciada por cualquiera que tenga conocimiento. Pero si dichas actividades respetan la planificación curricular de las enseñanzas y se atienen a los derechos y libertades fundamentales, no podrán ser cuestionadas por las familias, ya que carecerían de base legal para hacerlo. Más allá de suponer un intento de control sobre el profesorado.
Por tanto, imponer el veto parental, para controlar las actividades escolares, es un ataque a la escuela sostenida con fondos públicos, y al derecho a la educación, en un marco de convivencia común, sin duda uno de los grandes logros de nuestro país en los últimos años. Es un intento de imponer lo privado sobre lo común y acordado en su día, conculcando el derecho de los menores a una educación que respete el pleno desarrollo de su personalidad, principio también recogido en la Constitución.
Pero siendo fundamental lo anterior, el asunto va más allá. Hace casi 20 años, M. W. Apple publicó un libro sobre la "modernización conservadora" que imponía su sentido común en el mundo de la educación. Analizaba los cuatro grupos sociales que la sustentaba: los neoliberales que llevan la escuela al mercado con su desconfianza de lo público y su fe en lo privado; los neoconservadores con sus exigencias de un retorno a la autoridad perdida y un currículo común; los populistas autoritarios religiosos que pretenden que Dios vuelva a la escuela ante el avance del laicismo; y, por último, un grupo determinante, las clases medias acomodadas, colonizadoras del Estado y de alto capital cultural, que habrían abandonado a la escuela pública con su discurso de "calidad", "medición" y "gestión". Ese bloque de poder, con cuatro patas, ha logrado imponer un supuesto "sentido común", lo que le permite no argumentar lo que afirma. Hoy los cuatro grupos son fácilmente identificables en nuestro país.
¿Qué hacer por parte de los que realmente necesitan y defienden una escuela pública, posible víctima de esa "modernización conservadora"? Pues ganar la batalla del sentido común. Para lo que es necesario conectar con las necesidades y problemas que tienen los ciudadanos con la escuela pública. Hace falta mucha y buena pedagogía, más anclada en la tierra y la realidad, para explicar lo que se hace en educación. Abrir las puertas al entorno social de la escuela, aceptar sus críticas y realizar una labor paciente de diálogo y empatía. Los defensores de la escuela pública necesitan alianzas sociales y no refugiarse en victimismos, ni falsos purismos. Hay que luchar con los argumentos de la historia y la ciencia por la defensa de la escuela pública.
Pensar que la transición pedagógica también había sido modélica, y caer en actitudes acomodaticias, ha sido un error, porque ha conllevado una desmovilización educativa y cierto descrédito que dificultan cualquier reacción. El veto parental que se pretende imponer, es un paso más en las sucesivas batallas libradas para cuestionar el Estado público de derechos fundamentales, con argumentos falaces, a los que se deberá responder con otros que conecten y convenzan a amplios sectores sociales necesitados del mandato constitucional que sustenta a la escuela pública.
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