Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuera su titularidad está subordinada al interés general. Esta es, literal, la primera proclamación del Título séptimo de nuestra actual Constitución (Economía y Hacienda), primera parte del importante artículo 128, una de las grandes decisiones del constituyente, que prosigue, en su segundo apartado, reconociendo constitucionalmente la posibilidad de la iniciativa pública en la actividad económica.
Conectado con esta proclamación, el artículo 131 expresa que “el Estado, mediante ley, podrá planificar la actividad económica general para atender las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución”.
Como vemos, nuestra Constitución no sólo organiza los poderes del Estado (parte orgánica), o proclama y garantiza derechos y libertades (parte dogmática). También establece objetivos estatales de transformación social y económica (parte programática), como los preceptos que acabamos de exponer, así como obligaciones para la ciudadanía que suponen compromisos con ese interés general.
Nuestra Constitución tiene carácter normativo, propio de los textos fundamentales actuales, no es una mera declaración de voluntad política del Estado. Nadie está al margen del cumplimiento de las obligaciones legales y constitucionales, no caben objeciones, ni de conciencia ni ideológicas, en dicha observancia necesaria. Entre dichas obligaciones, podemos citar, entre otras, el carácter obligatorio de la enseñanza básica; el deber de trabajar; los deberes en relación con la salud pública; el deber de conservar el medio ambiente y la utilización racional de los recursos naturales; o el cumplimiento de lo dispuesto en las resoluciones judiciales.
Pero, nuestro texto constitucional recoge un deber de ciudadanía esencial para la efectividad del contenido del Estado social. Se trata de la obligación de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que proclama el artículo 31, expresando que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”.
En un contexto de crisis permanente, y de repetidos colapsos generalizados por causas sanitarias (pandemia), ambientales (dana) o técnicas (interrupción total del suministro eléctrico), es obvio que las políticas públicas estatales deben seguir y deben reforzarse. Son tiempos estos de necesarios servicios públicos para garantizar los derechos ciudadanos, con el objetivo de la igualdad material de la población.
El principio de progresividad fiscal consagrado constitucionalmente supone la posibilidad de un aumento de la presión tributaria sobre quienes (personas o empresas) posean mayor capacidad económica, base para el sistema de servicios públicos (salud, educación, investigación científica, dependencia, servicios sociales, o protección del medio ambiente), y por tanto, para la efectividad de nuestro Estado social.
En conclusión, los poderes públicos constituidos tienen actualmente en sus manos instrumentos constitucionales suficientes para trabajar por el interés general y por el bien común, con el objetivo final de la igualdad real y efectiva. La libertad es, desde luego, uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico, pero también lo es la igualdad (en su doble dimensión, formal y material), y al mismo nivel. No lo olvidemos, España es un Estado social y democrático de Derecho, con esas tres dimensiones, que se complementan, no debiendo ser considerada ninguna de ellas como superior.