Venecia en la prueba de Amazon
Entre las ciudades invisibles, para Italo Calvino, Venecia ocupaba el centro de todas. Hablar de Venecia es hablar de muerte y espectros. Desde las pestes negras que la diezmaron hasta Morte a Venezia de Luchino Visconti. En Italia la cultura siempre ha ocupado un alto estatuto, y Venecia lo confirma. Hace unos años investigué en los archivos romanos del marxista y culturalista Antonio Gramsci. De los dossiers de la comisión cultural del PCI salían las voces a Calvino, cuando estaba en el partido, en contra el estalinismo, y de Visconti enfrentarse a propósito de su película veneciana al aparato del PCI, que consideraba que había capitulado al esteticismo burgués.
Venecia es la ciudad límite. Su defensa es la laguna, garantía de independencia. Estuvo con Occidente, y no lo estuvo. Desarrolló un imperio sotto voce, donde decía una cosa y hacía otra. Trataba con todos. Era la ciudad-frontera por antonomasia, con su gótico, ensalzado por el utópico John Ruskin, y su fondaco dei turchi, concebido para acoger a los enviados otomanos. San Marco, su patrón, fue martirizado en Alejandría, y envueltos sus restos en pieles de cerdo para enviarlos a Venecia. Muchos se sintieron atraídos por Venecia en diferentes épocas, desde Marco Polo hasta Giacomo Casanova, desde Ernst Hemingway hasta Peggy Guggenheim. Este exceso de interés provocó una reacción antiveneciana en los años veinte. F.T. Marinetti, el líder del futurismo, proclamó a los cuatro vientos que había que “Matar el claro de luna veneciano”, para acabar con el espíritu romántico.
Venecia es la muerte ciertamente, se percibe con ese cementerio-isla de San Michele, que pintara A. Böcklin, o en la laguna que amenaza con anegar a la ciudad para siempre. Hace unos años pusieron en marcha el programa de compuertas automáticas para evitar el acqua alta. En realidad, se trató de una maniobra especulativa de la mafia local, con inversiones que fueron cuantiosas, y absolutamente discutibles. La muerte de Venecia por ahogamiento la sigue amenazando.
Y en ese medio a Jeff Bezos, el dueño de Amazon, le ha dado por casarse en Venecia. Sin pudor y ni siquiera mirarse en el espejo. Algo parecido a lo que le ocurriera al escritor Aschenbach, de la película de Visconti, cuando afectado por el cólera, maquillado en extremo, comienza a sentir cómo le resbala el maquillaje por el rostro. No es sólo que Venecia se haya transformado en un decorado indecoroso (permítaseme el retruécano), y que sus vecinos, cada vez más escasos, vean morir la ciudad a manos del turismo de masas, que difícilmente transita más allá del Gran Canal y de San Marco, viviendo con tormento los placeres del viaje a ninguna parte.
La muerte, tantas veces anunciada de Venecia no está en ella misma, sino en Las Vegas, en el otro extremo del mundo. Allí bajo un edificio que luce el nombre de Trump, existe un rincón veneciano de Las Vegas, con su canal, sus palacios, su torre, sus gondoleros, y por su puesto sus bares psicodélicos, rincones impostados, etc. El turista embrutecido, tras haber atravesado hoteles donde no sabe si es de noche o de día, con miles de personas apostando al juego, haber visto un espectáculo de agua en medio del desierto, chicas semidesnudas anunciando espectáculos picantes, etc., cae rendido ante las imitaciones de ciudades icónicas, sea París, sea Nueva York, sea Venecia. Ahí es donde comienza o termina la agonía y última exhalación de Venecia, en su réplica, construida para un mundo absurdo.
Dos imágenes me restan bajo su nombre, la isla de Torcello, origen del imperio veneciano, por lo que evoca en el fondo de laguna, y en la que residió Hemingway, y la isla veneciana de Las Vegas. Lo que ha hecho Bezos es mostrarnos junto a su novia, de exuberantes implantes, lo obsceno que es el poder de hoy. Como me decía hace años un campesino sabio: “Tendrán todos los dineros del mundo, pero categoría, no”. Así es. Venecia evidencia el triunfo de la vulgaridad.
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