“En Sevilla hay muy buenos arquitectos, pero abunda la arquitectura mediocre”

Juan Suárez | Pintor y diseñador. Socio de CHS Arquitectos

Pertenece a aquel grupo que, forjado en la Escuela de Arquitectura y la galería La Pasarela, fue pionero de la pintura abstracta y la renovación estética de Sevilla

Juan Suárez, en su estudio.
Juan Suárez, en su estudio. / Belén Vargas.

Juan Suárez Ávila (El Puerto de Santa María, 1946) nos recibe en el estudio de CHS Arquitectos, en la Avenida de la Constitución, del que forma parte junto a Rafael Casado Martínez y Antonio J. Herrero Elordi. Allí, entre maquetas, planos, diseños y reproducciones de esculturas antiguas, se desarrolla una conversación a salto de mata sobre su obra y Sevilla. Aunque nunca terminó sus estudios en la Escuela de Arquitectura (sí los de Bellas Artes), su vida ha estado muy ligada a una disciplina a la que ha aportado mucho en nuestra ciudad, tanto que es profesor honorario del Departamento de Proyectos de la ETSA. Catedrático de Dibujo y diseñador del logo del Teatro de la Maestranza, su trayectoria artística siempre ha tenido dos lealtades: la abstracción y la pintura. Pertenece a aquel grupo que, junto a Gerardo Delgado o José Ramón Sierra, se colocó, ya desde finales de los años sesenta, a la vanguardia del arte sevillano con el apoyo de la galería La Pasarela y Carmen Laffón. Merecedor de los premios de Dibujo de la Bienal de Núremberg en 1979 y del ARTEDER´82, sus obras se han mostrado en numerosas exposiciones individuales y colectivas, demostrando, como se ha escrito, un profundo “sentido de la modernidad y del juego del color”. Su reciente exposición en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, ‘Una y otra vez’, recibió 32.000 visitas.

–Estamos en la torre Aurora, en la Avenida de la Constitución, uno de esos edificios que los sevillanos apenas valoramos, pero que tienen un gran interés arquitectónico.

–Es un edificio catalogado, muy interesante, construido entre 1934 y 1936, cuyo arquitecto fue Antonio Illanes del Río. Lo más notable es su voluntad de diseñarlo todo: las manillas, los pasamanos, las rejas de los balcones, las puertas, las lámparas, el pavimento, las molduras… Todo perfectamente controlado

–Es mitad rascacielos de Chicago y mitad cortijo andaluz.

–Algo de todo eso hay. Yo, por el diseño de las rejas, lo conecto con el noucentisme catalán. Hay una voluntad de reafirmar un estilo, una forma. El problema es que, desgraciadamente, intervenciones más recientes en los distintos pisos no han sido muy afortunadas. Se han cambiado los interesantísimos pavimentos por seudoparqué o porcelanosa, se han tapado las molduras… Son oficinas que, con la absurda y falsa idea de modernizar, se han vulgarizado tremendamente, cambiando elementos originales y de calidad por otros estandarizados del Leroy Merlin. Es una auténtica pérdida, porque los acabados en arquitectura son muy importantes. El personal no es consciente.

–Sevilla no es una ciudad muy respetuosa con esas cuestiones menudas, por los detalles que marcan la diferencia.

–Ahora, con el turismo, están surgiendo todos esos bares que recrean a las antiguas abacerías y tabernas. Y lo hacemos después de habernos cargado las auténticas, de haber tirado a la basura los magníficos mostradores de caoba… ese no saber acertar en el tiempo es uno de los problemas de Sevilla. Al fin y al cabo, las ciudades se construyen a base de decisiones, unas afortunadas y otras no.

–Hablemos de algunas de esas decisiones.

–Fue positivo el ensanchamiento de la ciudad aprovechando la Expo 92: la calle Torneo y el final del dogal ferroviario, toda la zona de la Enramadilla, de Viapol… Estamos hablando de otra ciudad. Ahora bien, tengo mis dudas sobre el resultado formal de todo eso. Se podría haber hecho mejor. Tras la Expo se perdió la oportunidad de hacer una Sevilla mejor, porque se mezclaron intereses de todo tipo. Fue una ampliación un tanto desaprensiva, sin mucho control. En resumen: Las grandes transformaciones urbanísticas de la ciudad no se acompañaron de una arquitectura de calidad. Es evidente. Sevilla puede presumir de tener muy buenos arquitectos, algunos de primerísimo nivel, pero abunda la arquitectura mediocre.

Las grandes transformaciones urbanísticas tras la Expo no se acompañaron con arquitectura de calidad

–Otra intervención fue la peatonalización de la Avenida de la Constitución, donde estamos. Ya con tiempo para juzgar, podemos decir que ha quedado como una vía un tanto confusa.

–Evidentemente es confusa, se lo digo yo que la soporto diariamente, y hay problemas de pavimentos, desagües, arbolados, farolas fuera de escala... Sin embargo, también hay que valorar cómo era antes. Hay algo que no sé si es bueno, malo o regular: el tremendo uso popular que se da ahora a la Avenida. Algunos días parece que estamos en la Madrugada. Quizás porque la parada del Metro conecta muy rápidamente la Avenida con el Aljarafe, cuya población viene aquí a pasear.

–En general, ¿qué le parece la ciudad?

–Siempre he tenido con ella una relación de amor-odio. Es una ciudad que apasiona, pero también lastra. Aunque, con el paso del tiempo me he dado cuenta de que probablemente me hubiese ocurrido lo mismo en Valencia, Bilbao, Oporto o Barcelona. Cada uno tiene su forma de relacionarse con su entorno. Alguna vez lo he hablado con mi amigo Gerardo Delgado: no nos fuimos de aquí porque aquí vivíamos muy bien. De alguna manera nos quedamos porque creíamos que íbamos a cambiar la ciudad…

–¿Y lo consiguieron?

–No lo sé…. Me imagino que sí, que algo habremos conseguido, pero hay muchas oportunidades perdidas. Hace años Carmen Laffón montó un grupo de trabajo para estudiar la gama de color que debía tener la calle Betis. Lo hicieron al detalle, fachada por fachada, pero después no se aplicó.

–Hay veces que da la sensación de que se retrocede, en vez de avanzar.

–Sí. Recuerdo cuando Chillida estuvo en Sevilla para buscar la ubicación del Monumento a la Tolerancia. Venía también Ortiz Nuevo, Pili Chillida, Juana de Aizpuru…. Estuvimos por toda la ciudad, en la Judería, en numerosas plazas… Y de pronto, y perdón si parece presuntuoso, le dije: “Eduardo, creo que hay un sitio que te puede gustar”. Era el Muelle de la Sal y le encantó.

–El estudio del que es socio, CHS, fue el encargado de hacer el proyecto para instalar esa escultura.

–Entonces, el Muelle de la Sal era un horror, con un jardín de medio pelo y un parque infantil. Hablamos con Queraltó para recuperar su carácter industrial, los antiguos adoquines, que estaban perdidos en no me acuerdo qué almacén municipal.

Le dije a Chillida: ‘creo que hay un sitio que te puede gustar para el monumento’. Lo llevé al Muelle de la Sal

–Sin embargo, últimamente el monumento ha sufrido alteraciones.

–Chillida no quería que la escultura se iluminase con focos, sino que apareciese y desapareciese con el día, algo que demuestra su exquisitez. Así lo hicimos. También pusimos en la bajada, de forma muy delicada, dos placas de aluminio con los textos de Elie Wiesel. Sin embargo, al cabo del tiempo vino un memo, y perdón por el término, y decidió poner las dos placas como dos velitas, a derecha e izquierda del monumento, y además le puso focos para iluminarlo… El que hizo eso no tiene ni la formación, ni el talento, ni la experiencia, ni la sensibilidad para intervenir allí. No hace mucho, tuve una conversación con el Delegado de Urbanismo, Antonio Muñoz, para recuperar la fórmula inicial.

–Ahora hay un gran debate con el tema de los pavimentos.

–En ese asunto estoy totalmente de acuerdo con Javier Queraltó. Fíjese la pérdida de las losas de Tarifa. Yo hago todos los días un trayecto entre la Judería y la Avenida de la Constitución, y he visto destrozar con las obras muchas de estas losas y tirarlas al vertedero. Los pavimentos deberían estar considerados como parte del patrimonio de la ciudad. En Cádiz creo que ya se ha hecho, porque estas losas las terminaban comprando los alemanes para sus chalets de Mallorca. Lo más peligroso que hay es un indocumentado con poder.

–En arquitectura, la fama no siempre es merecida.

–Por supuesto, ahí está Calatrava, que es un bluff total y absoluto. Como me dijo el ingeniero Fernández Ordóñez, es pura tornillería del siglo XIX, pero como buen valenciano sabe vender bien el producto.

–Últimamente, pasear por Sevilla es a veces un ejercicio de masoquismo.

–Sí, hay detalles que hieren especialmente. Por ejemplo, la reproducción del Giraldillo en la Puerta del Príncipe de la Catedral. Qué necesidad hay de mostrar un elemento falso y quitarle el enigma, el misterio, lo mitológico, a lo que está arriba en la Giralda, aquello que siempre hemos conocido como la Juana, la Giraldilla, el Giraldillo… Además está mal colocada, entorpeciendo la visión de la puerta, del patio, la reja.

–Demos un bandazo. Es usted nativo del Puerto de Santa María.

–Sí, pero ya llevo muchos más años viviendo en Sevilla, donde vine a estudiar el Preu con 16 años, a IFAR, porque en los jesuitas del Puerto no daban ese curso. Pero tengo claro que nacer y vivir al borde del Atlántico en mi niñez ha sido un factor que ha enriquecido mi sensibilidad y mi forma de entender la vida. Sobre todo por poder mirar el mar . Las puestas de sol son la pérdida, aquello que desaparece pero, al mismo tiempo, aparece por otro lado… Eso ha tenido importancia en mi obra como pintor.

Para mi generación artística hubo en Sevilla dos referentes: la galería La Pasarela y Carmen Laffón

–Es curioso que, en su generación, la Escuela de Arquitectura fuese un foco de modernidad artística más avanzado que la propia Facultad de Bellas Artes.

–Es cierto. En las exposiciones que se hacían en el Pabellón de Brasil del 29, donde entonces estaba la Escuela, coincidimos José Ramón Sierra, Luis Bollaín, Gerardo Delgado, Víctor Pérez Escolano… En mi generación pictórica hay dos figuras fundamentales: la galería La Pasarela, de Isidro-Enrique Roldán, que estaba en la calle San Fernando, frente al Rectorado; y Carmen Laffón, que ya estaba vinculada a la galería Juana Mordó de Madrid, y que se implicó a fondo con todas las exposiciones de La Pasarela. Ella siempre ha tenido una gran curiosidad por lo que hace la gente más joven y trajo a Sevilla a los artistas más destacados del Informalismo y el Grupo de Cuenca. Es un hecho que, en esos momentos, en la Escuela de Arquitectura se hacían cosas muy distintas a las de Bellas Artes.

–¿Y Juana de Aizpuru?

–Tomó el testigo cuando cerró La Pasarela, de la que era cliente. Recurrió a todos nosotros. Tiempo después aparecería la galería La Máquina Española, de Pepe Cobo, a la que se vinculó ya otra generación que sí provenía de Bellas Artes, pero que nos veía como a un referente. Así escribió el propio Rafael Agredano en un artículo en el primer número de la revista Figura.

–Es curioso, casi todas las generaciones de pintores sevillanos consideran a Carmen Laffón como un referente.

–Independientemente de su indudable valía como artista, hay dos cosas que me llaman la atención de Carmen Laffón: la primera es la curiosidad casi obsesiva por todo lo que hace la gente joven, incluso la más desconocida. La segunda es una capacidad de trabajo sin fin. Yo he colaborado con ella en varios proyectos, entre ellos el de la escenografía de El barbero de Sevilla, y le puedo asegurar que era agotadora. Te podían dar la dos de la mañana tratando de perfilar una cornisa, una entrada de luz… y cuando creías que ya estaba todo, decía que faltaba un jaramago… Nunca renuncia a lo que ella considera que debe ser. Nunca le puede la pereza.

–Hablemos de su obra pictórica. Acaba de finalizar en el CAAC una gran exposición sobre usted, cuyo título ‘Una y otra vez’ nos remite a un famoso tema de Miles David, ‘Times After Times’.

–Cuando Miles Davis estuvo en Sevilla visitó una exposición que yo tenía entonces en el Museo de Arte Contemporáneo de la calle Santo Tomás. Le interesó un cuadro y me preguntó por el precio. No supe que decirle, me quedé bloqueado y, al final, perdí la venta. Él estaba muy enrollado con las cosas de aquí, incluso compuso temas como Saeta o Flamenco Scketches.

Es tremendamente complicado ver en Sevilla a un pintor que viva exclusivamente de su arte

–¿Y por qué el título ‘Una y otra vez’?

–Como alguien escribió, porque considero la repetición como un proceso que facilita la variación y que produce, por tanto, el conocimiento y la creación. En mi obra aparecen continuamente mis obsesiones, la voluntad de aprender del fracaso y la experiencia. Mi trabajo, como el de cualquier artista, no responde a una línea perfecta que siempre avanza en la misma dirección, sino que sube, baja, retrocede, avanza…

–¿Y qué tal la experiencia en el CAAC? Algunos se quejan.

–Debe ser que tengo el síndrome de Estocolmo, porque para mí ha sido muy satisfactoria. He montado muchas exposiciones, entre ellas la que se hizo sobre Velázquez en el mismo CAAC, algo en lo que me ha ayudado mucho mis conocimientos en el ámbito de la arquitectura… Tenía una idea muy clara de cómo quería hacer esta exposición, cuáles eran mis cuadros favoritos, pero de pronto me entró una curiosidad malsana de ver cómo veía mi pintura el director del CAAC, Juan Antonio Álvarez, una persona de otra generación y con una magnífica trayectoria. La verdad es que funcionó muy bien. Captó magníficamente el motivo principal de las ideas que vuelven una y otra vez.

–La gente joven ya no compra cuadros.

–En toda España, y especialmente en Sevilla, hubo un boom en los años setenta y ochenta. Pero ahora es cierto que el mercado está muy mal. Quizás porque la gente joven tiene otros intereses visuales, otras necesidades…

–La tecnología…

–Exacto. Quizás el mundo de la pintura, del cuadro, ya no conecta con los jóvenes. Las galerías de hoy sobreviven como pueden, y es muy raro ver un pintor que consiga vivir exclusivamente de su arte… El que lo hace se tiene que mover en Madrid, en Berlín… En Sevilla es tremendamente complicado.

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