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Antonio Rodríguez Almodóvar | Escritor

“Cuanto más buscas las raíces culturales propias, más encuentras las comunes”

  • Político, escritor, profesor, folclorista... este correspondiente de la Real Academia Española nos ha legado una de las recopilaciones de cuentos tradicionales más importantes que existen

Antonio Rodríguez Almodóvar, en su domicilio.

Antonio Rodríguez Almodóvar, en su domicilio. / Juan Carlos Vázquez

Se quedan muchas cosas en el tintero: su labor como director del Pabellón de Andalucía, su faceta de correspondiente de la Real Academia Española, sus trabajos de investigación sobre los Hermanos Machado (una muestra sobre este asunto se puede ver ahora en la Fundación Unicaja) y muchos otros asuntos que hacen de la vida de Antonio Rodríguez Almodóvar (Alcalá de Guadaíra, 1941), una aventura incesante. El autor de ‘Un lugar parecido al paraíso’ iba para marino mercante, pero su entonces novia le dio a elegir entre los barcos o ella. Hoy tienen tres hijos en común y varios nietos. Político, novelista, dramaturgo, poeta, profesor, folclorista... Rodríguez Almodóvar es conocido, sobre todo, por sus años en el Ayuntamiento de Sevilla y por su labor como investigador y recuperador de los cuentos populares españoles, pertenecientes casi todos al gran tronco indoeuropeo. Ahí están sus conocidas antologías de narraciones tradicionales, acumuladas en años de viajes por el agro con un magnetofón y una libreta. Su vida nos la cuenta él mismo en ‘Memorias del miedo y el pan’. Entre los premios que ha recibido a lo largo de su carrera destaca el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, en 2005, por su pentalogía ‘El bosque de los sueños’.

–Alcalá de Guadaíra, 1941. Una fecha dura.

–De hecho creo que lo más interesante de mis Memorias del miedo y el pan, es la evocación de la posguerra inmediata. Recuerdo el rumor dramático de algo tremendo que había pasado pero que no sabíamos muy bien en qué consistía. Me eduqué en los Salesianos, que entonces eran claramente aliados de la dictadura, aunque había curas que eran una excepción, gente estupenda. Siempre digo que sufrimos la doble dictadura: la de los curas y la del ambiente.

–¿Su familia era republicana?

–En la familia de mi madre, que era de extracción obrera, incluso hubo un tío anarquista que desapareció en el llamado Barco de la Muerte, el Cabo Carvoeiro. Sin embargo, en la familia de mi padre había de todo, porque una parte venía de la alta burguesía sevillana. Crecí en un ambiente que te permitía entender el mundo de distintas maneras, con unos tíos toneleros y panaderos y otros que disfrutaban de una posición muy acomodada. Esa hibridación social fue para mí muy importante.

–Alcalá, que fue una de las ciudades que más inspiró a los pintores de otras épocas, sufrió sin embargo una fuerte degradación paisajística con la industrialización.

–En mis memorias el paisaje es un personaje muy importante: los pinos, Oromana, el parque... Lo curioso es que la configuración bucólica y paisajística de Alcalá es de los tiempos de Primo de Rivera, pero con el franquismo se degradó tremendamente... El río se convirtió en una cloaca. Todos los veranos yo veía centenares de peces muertos donde había aprendido a nadar. Sin embargo, con la democracia empezó una regeneración paisajística que ha dado unos resultados excelentes, sobre todo en el río, Oromana y el Molino de la Aceña, que había pertenecido a mi abuela y a su padre, al que llamaban el virrey de Filipinas.

–Explíqueme eso.

–Había sido oídor de la Audiencia en Filipinas a mediados del siglo XIX. En un momento de relevo del poder en Manila le tocó ser la máxima autoridad del archipiélago, que como todo el mundo sabe nunca fue virreinato, pero que a su gobernador se le conocía coloquialmente como virrey.

–¿Y en su casa quedaba alguna memoria de aquel pasado colonial?

–Se contaban las historias de cómo era el viaje de tres meses hasta Filipinas, cuando todavía no estaba hecho el Canal de Suez. En su último viaje, mi bisabuelo vino cargado de cosas, incluso un criado chino que vestía de seda en las grandes ocasiones. Todavía conservo alguna silla de esa época en mi casa de Galaroza.

De su último viaje a Filipinas, mi bisabuelo se trajo un criado chino al que vestía de seda en las grandes ocasiones

–Galaroza, otro lugar importante para usted.

–Es el pueblo de mi mujer. Allí conocí el paisaje de la Sierra de Huelva, el que va de Aracena hasta Cortegana, una mancha verde con su propio y peculiar ecosistema. Ahí construí un nuevo paisaje literario que aparece en mi novela Un lugar parecido al paraíso, que ha tenido muchas ediciones y sigue funcionando bien. Además, también allí inicio una serie de poemas que he ido acumulando a lo largo del tiempo, unas elegías en sentido amplio, entre estoicas y ecologistas, surgidas de mi contacto con la naturaleza en estado puro. Ahora las he reunido en un poemario que va a editar Libros de la Herida y que se presentará en la próxima Feria del Libro de Sevilla.

–Se licenció en Filología, pero ¿y la política, cuando aparece?

–Yo era un activista independiente en el 68, pero conecté en la Facultad con Carmen Romero (la que fue mujer de Felipe González), con la que todavía me une una gran amistad. A través de ella empecé a colaborar con el PSOE. De hecho, tenía buena parte del aparato de propaganda del partido en mi casa de la calle Feria, en la que viví recién casado. Llegué a entrar en la Ejecutiva Provincial y en el año 77 ya soy delegado de Educación y Cultura. Fundé el partido y la UGT en no sé cuántos pueblos de Sevilla. Entre ellos, Osuna.

–Su peso en la política sevillana de la Transición es evidente. Fue el candidato del PSOE a las primeras municipales de la Democracia, en 1979.

–Fui el candidato más votado de los partidos de izquierda.

–Pero, en general, el más votado fue el candidato de la UCD, Rafael López Palanco.

–Trabé con él una gran amistad. Sólo estuvo uno meses como concejal. Un día entró en mi despacho y me dijo: “Antonio, yo me voy de aquí, no aguanto más. No estoy preparado para estas luchas y tensiones”. Como usted sabe, el PSOE negoció la Alcaldía con el PCE y el PSA, que fue el que se llevó la mejor tajada y consiguió que Luis Uruñuela fuese el alcalde a cambio de ceder en el resto de las ciudades andaluzas.

No ser alcalde de Sevilla fue para mí, desde el punto de vista personal, una decepción

–¿Fue una decepción para usted, que era el candidato de izquierdas más votado?

–Desde el punto de vista personal sí, porque ya me veía de alcalde. El acuerdo nacional era elegir al candidato más votado. Pero me siento agradecido al PSOE de que me diese la oportunidad de intentarlo. Con 16 años yo había trabajado de niño de los recados del director del Mercado de Entradores y el Barranco, y estaba todo el día yendo al Ayuntamiento a llevar papeles. De repente me vi de nuevo en aquellos despachos, pero ya como primer teniente de alcalde. Además, un funcionario me dio la pista de un antepasado mío, don Manuel Massa Rosillo, que fue alcalde mayor con los gobiernos absolutistas. Muchos años después, yo ocupaba las mismas dependencias.

–Además de primer teniente de alcalde fue delegado de Educación.

–Hicimos una gran labor, porque acabamos con los desdobles.

–¿Los desdobles?

–Sí, los colegios hacían doble turno, uno de mañana y otro de tarde, con doble claustro de profesores. Muchos niños no podían ir al colegio por la mañana. Decidimos acabar con esto, buscamos suelo de debajo de las piedras y creamos 12 colegios nuevos en apenas cuatro años. Se dice pronto.

–Antes habló de su amistad con Carmen Romero.

–Éramos muy amigos, porque preparábamos juntos las oposiciones a instituto y eso une más que una mili. Incluso llegamos a veranear con ella y Felipe en Santa Olalla, en 1974. Hacíamos muchas cosas: cocinábamos, paseábamos, tertulias nocturnas... De vez en cuando, Felipe desaparecía y se iba a Francia de clandestino, luego volvía y nos contaba cosas de Mitterrand, de Olof Palme... Aquello era un festín para un político en ciernes. Por allí pasaron todos: Guerra, Miguel Ángel del Pino, Luis Yáñez... Había una gran armonía.

–Pero dejó la política muy pronto. ¿Se decepcionó?

–En el 83, ya con Felipe en La Moncloa, el PSOE sevillano, en el que mandaba Alfonso Guerra, decidió poner a Manuel del Valle de cabeza de cartel de las municipales. Me ofrecieron el Senado e, incluso, el Congreso. Siempre me llamaba un tercero, pero yo quería que diesen la cara los responsables de la decisión y me la explicaran personalmente, algo que nunca ocurrió. Lo que me molestaron fueron las maneras. No quería acabar siendo un peón, un intelectual orgánico. Vi muy en peligro mi independencia intelectual y mi horizonte literario, por lo que decidí volver a mi cátedra de instituto. Se quedaron muy sorprendidos. Entre otras cosas, recuperé algo muy importante en la vida de un hombre: la infancia de mis hijos. Hace apenas dos años, me encontré a Solana en la Real Academia y me dijo: “Antonio, a ver cuando me cuentas lo que te pasó en Sevilla”.

En el primer Ayuntamiento democrático creamos 12 colegios nuevos. Se dice pronto

–Político, profesor, novelista, poeta, folclorista...

–Sólo aprendiz de folclorista, como decía de sí mismo Antonio Machado, hijo de Demófilo.

–¿Con qué se siente usted más identificado?

–Lo que más eco ha tenido de mi labor intelectual han sido las recopilación de los cuentos populares españoles, que estaban olvidados de la mano de Dios. Eran un asunto terciario en la filología española. Cuando yo los describí me di cuenta de que todavía seguíamos con la metodología de los folcloristas del XIX, que estaba absolutamente obsoleta. Decidí ponerme al día y descubrí a Vladimir Propp, el gran formalista ruso que consiguió darle la vuelta a los estudios sobre la materia. Empecé una labor de investigación, de rescaste y de trabajo de campo. Esos casetes que ve ahí en la estantería son más de 200 horas de grabación de cuentos populares.

–Cazador de cuentos...

–Un día me fui a las Alpujarras y entré en contacto con un pastor casi analfabeto que me empezó a narrar El castillo de irás y no volverás, El príncipe encantado... Me quedé atónito. En la Sierra de Huelva me volví a encontrar con El príncipe encantado, La niña que riega la albahaca... En Cortelazor, un viejo me narró Los animales miedosos, que es la variante hispánica de Los músicos de Bremen...

–¿En todos los sitios se pueden escuchar los mismos cuentos?

–La mayoría de los que se pueden encontrar por estas tierras son del fondo indoeuropeo. Creo, y hay muchas pruebas sobre ello, que son cuentos que se forjaron entre el Bajo Neolítico y la Edad del Bronce. Fue el gran momento en que se difundieron todas estas narraciones desde el occidente hasta el norte de la India, con repercusión, no sabemos cómo, en China, Egipto... Lo último que he publicado, en Buenos Aires, son cuatro versiones de La Cenicienta: una china, otra del antiguo Egipto, otra brasileña de origen portugués y la de Perrault. Aunque las peripecias son distintas, el fondo de la historia siempre es el mismo: una niña que tiene que salir adelante pese a las vejaciones de un estamento superior (la madrastra, la madre o las cortesanas del Faraón).

–Los cuentos nos dan muchas pistas sobre una cultura.

–Defiendo el valor simbólico del cuento maravilloso. Nunca digo de hadas, porque en los cuentos hispánicos éstas son viejecitos y viejecitas que ponen a prueba la valentía, la generosidad y la audacia del héroe. Y cuando comprueban que éste tiene todas estas virtudes le dan el objeto mágico. Esa es la clave del cuento maravilloso, pero a partir de ahí empiezan a degenerar con unas adaptaciones pequeño-burguesas en el siglo XIX que derivan de los Hermanos Grimm, cuya primera recopilación es de 1812. Las adaptaciones posteriores de estos cuentos se han ido realizando al gusto de la cultura hegemónica.

La mayoría de los cuentos populares de estas tierras pertenecen al fondo indoeuropeo

–Ahí están las domesticaciones de los Grimm o Disney, pero los cuentos originales son más salvajes y políticamente incorrectos.

–Son más crudos y perfectamente incorrectos. El mensaje de los cuentos siempre es simbólico. Por ejemplo, rey y reina suelen significar matrimonio con problemas para legar su hacienda. Es un conflicto que se da en todas las culturas, también en los cuentos prehispánicos de los indios norteamericanos. Por su parte, campesino o leñador significa todo lo contrario: desheredado que no tiene nada que legar y que está cargado de hijos. Ese contraste está en los cuentos originales.

–¿Cómo llegó al interés por los cuentos populares?

–En los seminarios de García Calvo en la Universidad de Sevilla. Allí se hablaba del Juan de Mairena, en el que podemos encontrar los cuentos tradicionales.

–¿Cuál es su cuento por excelencia?

–'Blancaflor, la hija del diablo' es uno de los más completos y más antiguos. Entre otras cosas es también una historia de amor maravillosa y aparece en la tercera canción de Machado a Guiomar: “Aunque el Dios, como en el cuento/ fiero rey, cabalgue a lomos/ del mejor corcel del viento,/ aunque nos jure, violento,/ su venganza,/ aunque ensille, el pensamiento,/ libre amor, nadie lo alcanza”. También es fundamental Juan el Oso, que es un cuento con muy justificada reputación de prehistórico. En esta narración el hierro adquiere una importancia extraordinaria, como algo nuevo que la humanidad debe empezar a usar. Los compinches del héroe son Arrancapinos (el que destruye el bosque) y Allanamontes, que es el que los allana para sembrar. Cervantes hace un claro guiño a este cuento en la bajada de don Quijote a la Cueva de Montesinos.

–En el fondo, todo esto de los cuentos nos demuestra la profunda unidad de la humanidad.

–Cuanto más buscas raíces propias, más encuentras las comunes. Esa es la gran paradoja que no han sabido resolver los nacionalistas. A los primeros que les pasó fue a los hermanos Grimm. Ellos creían que estaban sacando los cuentos de los pucheros prusianos y luego se dieron cuenta de que debajo había un fondo cultural que prácticamente alcanzaba a todo el mundo. Con las colecciones de cuentos catalanes pasa lo mismo, el idioma catalán sólo es un instrumento para narraciones que también te encuentras en el norte de Europa o Sicilia.

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