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Salvador Compán | Escritor

“Hay que hacer como Carmena, restringir de un plumazo los pisos turísticos”

  • Este novelista y antiguo profesor del San Isidoro, que llegó a ser finalista del Premio Planeta, repasa algunos de los principales problemas de la ciudad, así como diversas claves de su obra

Salvador Compán, en la Alameda

Salvador Compán, en la Alameda / Juan Carlos Vázquez

Salvador Compán (Úbeda, Jaén, 1949) es hispalense por decisión propia –sin las obligaciones de la sangre– y sólo hay que hablar con él unos minutos para darse cuenta de que “le duele Sevilla”, de ahí que su discurso sobre la urbe sea tan admirado como crítico . Este novelista vive, escribe y resiste en una pequeña y bonita casa en la Alameda de Hércules, rodeada de pisos turísticos y franquicias que están convirtiendo uno de los paseos urbanos más antiguos de Europa en una urna de ocio de las muchas que proliferan por toda España. Desde su estudio, Salvador Compán mira la Alameda con una cierta nostalgia, la de los últimos ciudadanos que habitan un espacio que ya ha sido entregado al turismo. Catedrático de Lengua y Literatura durante años en el Insituto de San Isidoro, actualmente se encuentra dedicado a viajar y escribir novelas que hace sin prisas (“usando más la brújula que el mapa”, dice con un guiño a Italo Calvino). Entre sus libros más conocidos, destacan, ‘El Guadalquivir no llega hasta el mar’, Premio Jaén de novela 1989 ; ‘Madrugada (Crónica de espejos)’, Premio Gabriel y Galán 1996; ‘Cuaderno de viaje’, finalista Premio Planeta; y ‘Palabras insensatas que tú comprenderás’ . Su última novela, publicada en Espasa en 2017, es ‘El hoy es malo, pero el mañana es mío’.

–Nacido y criado en Úbeda. ¿Por qué escogió Sevilla para vivir?

–La primera vez que conocí la ciudad fue en una excursión con mi clase de los Salesianos de Úbeda, en la que también estaba Joaquín Sabina. Sevilla me deslumbró. Yo venía de una ciudad de piedra, fría... y me encontré con esta: abierta, amable, llana... Tenía la sensación de estar en la metrópoli. Pero luego hice la mili aquí, en la Maestranza de Artillería, una experiencia dura, de hastío, de estar humillantemente subordinado, lo que amargó ese recuerdo. Cuando empecé mi carrera como profesor elegía institutos en lugares con mar, como Ibiza o Laredo. Pero finalmente escogí para vivir Sevilla por ese primer fogonazo del que hablábamos.

–¿Era amigo de Sabina?

–Sí, del mismo curso y de la misma pandilla. Era una persona muy lista y brillante. Recuerdo su capacidad de liderazgo y que era muy avanzado en un pueblo de penitencia como era aquella Úbeda de los sesenta. Tenía los discos más modernos y se había ido a un barrio de gitanos para que le enseñaran a tocar la guitarra.

–¿Y se ha arrepentido de su elección de Sevilla para vivir?

–Sí y no. Probablemente sería otro, menos acomodaticio y con una mayor predisposición al cambio, si me hubiese movido más a menudo. Pero Sevilla me ha dado mucha satisfacción, tanta que me quedé anclado en ella.

–Dígame algo que no soporte de esta urbe.

–Ésta es una ciudad muy polifacética... Pero es cierto que su versión más tópica, la que me es menos grata, tiene mucha presencia y nervio todo el año. Es la que llamo la Sevilla talar, la del traje hasta los tobillos: las sotanas, las túnicas de penitencia, los trajes de faralaes... La Sevilla de unas tradiciones que se repiten continuamente, algo que creo que perjudica a cualquier ciudad. Mucho más si tenemos en cuenta la cantidad de energía civil y ciudadana que consumen estas tradiciones.

–¿Y no ve nada positivo en esa Sevilla tradicional?

–Sí, ha conseguido crear una ciudad pintoresca que se diferencia claramente de las demás.

Han convertido la Alameda en una urna de ocio y están destruyendo su tejido civil

–La Sevilla antiglobalizadora.

–Eso hay que reconocerlo. Como le decía esas tradiciones han conseguido construir una ciudad diferente, lo cual es mucho. Sevilla es muy atractiva para los foráneos, tanto que el turismo nos va a ahogar. Este año ha explotado de una manera muy especial. Va a ser una avalancha, porque Sevilla es bellísima y mientras más viajo más me doy cuenta.

–¿Se considera usted turismófobo?

–Habría que racionalizar de alguna forma la ocupación por parte del turismo del centro de la ciudad. ¿Cómo? Pues haciendo lo que está haciendo la alcaldesa Carmena en Madrid, restringiendo de un plumazo los pisos turísticos. El turismo está provocando la gentrificación del casco antiguo. Yo vivo en la Alameda y me encanta. Es como habitar en un bosque en pleno centro de la ciudad. Pero la han convertido en una urna de ocio y están destruyendo su tejido civil. La saturación de bares, restaurantes o pisos turísticos es tremenda... No se crea ciudad, sino una excrecencia, un parque temático. Es como si la vida ciudadana estuviese repelida por esas masas de turistas. Hay asociaciones que luchan contra esto, pero el Ayuntamiento sigue dando licencias de restauración sin parar. Recuerde la librería la Extravagante, era una joya, pero les subieron tanto el alquiler que tuvieron que irse.

–¿Alguna solución?

–Como le decía, hay que reducir los pisos turísticos e impedir la destrucción del comercio y los servicios minoristas, porque son lugares de encuentro de los vecinos.

–Diga también lo bueno de la ciudad.

–Su paisaje y lo bien representada que está la vegetación, aunque hay proyectos inquietantes, como el que hicieron en el Paseo Colón, sin apenas árboles. Ahora parece que lo van a arreglar echándole más dinero. Es increíble. También me gusta ese exhibicionismo que lleva al sevillano a la coquetería y al cuidado extremo de la imagen: la cal de las fachadas, las casas limpias... el cómo se gustan los sevillanos a sí mismos. Esa vanidad del que no ha ido más allá de Matalascañas pero se cree el ombligo del mundo tiene su cara negativa, pero también la positiva.

–Usted es viajero de pro. ¿Se puede diferenciar un viajero de un turista?

–Es muy difícil. Lo único que te puede diferenciar es el conocimento. No llegar a los sitios para hacerse un selfie, sino para conocerlos.

En la Andalucía del XIX se trabajaba por un plato de gazpacho. El anarquismo arraigó por pura necesidad

–Imagino que también es importante no disfrazarse, como hacen tantos.

–Sí, es esa necesidad de cambio que, a veces, nos lleva a derroteros ridículos. Evidentemente no hay que vestirse de explorador para ir a visitar una ciudad como Sevilla en primavera. En gran medida, todo esto se debe a una cuestión psicológica. Aunque sea superficial, el turista tiene una necesidad de cambio y, si se visten de forma diferente a la habitual, parece que ese cambio es más profundo. Es el querer ser otro de repente, pero sin los medios necesarios para lograrlo.

–Usted es un andaluz oriental que eligió para vivir Andalucía occidental. Están los famosos versos de Kipling: “Oriente es oriente, y occidente es occidente, y nunca se encontrarán”. ¿Son dos mundos tan diferentes?

–Cualquier generalización es siempre falsa y esconde algún tipo de interés. Pero, grosso modo, y con todo el cuidado del mundo, sí se puede decir que hay una tendencia a la sobriedad en la Andalucía oriental y otra a la exteriorización en la Andalucía Occidental. Pero, como decía, esto es una simple tendencia con millones de excepciones.

–Hablemos de su obra. El anarquismo está presente en algunos de sus libros.

–El anarquismo me interesa como utopía. Es imposible su cumplimiento, pero siempre es una luz al final del camino, una llamada, si no a la perfección, sí al mejoramiento. Es la utopía maravillosa de la igualdad absoluta entre todos los seres humanos, sin mitos y sin subordinaciones de los unos a los otros. Si hay algún paraíso que se puede construir con la razón ese es el que señala la utopía anarquista.

–El anarquismo andaluz tuvo sus profetas y algo de milenarista.

–En esa población de jornaleros con unos índices de analfabetismo tan altísimos había siempre alguien que sí estaba alfabetizado y leía a los jornaleros las octavillas y la prensa anarquista. Tras el fracaso de la industrialización, Andalucía era una región absolutamente agraria, con un campo latifundista o con unas pequeñas parcelas sucesivamente arrendadas que no daban para comer. Se trabajaba por un plato de gazpacho. Era la gran paradoja del jornalero sin jornal. El anarquismo arraigó tan pronto en Andalucía por pura necesidad.

–En su primera novela, El Guadalquivir no llega hasta el mar, inventa una rebelión anarquista que recorre todo el valle y pretende culminar con un gobierno libertario en Sevilla en 1874. ¿Hechos reales?

–No. Esa novela es una metáfora hasta en el título: el Guadalquivir como río de vida y libertad. En el libro narro una conspiración para rebelarse durante la noche de San Juan y llegar a Sevilla. Pero el intento fracasa y sus protagonistas mueren en el Castillo de Almodóvar.

–Cambiando de tema, en su novela Palabras insensatas que tú comprenderás, recupera la figura de María Lejárraga, una de esas figuras femeninas silenciadas que ahora se están recuperando.

–El caso de María Lejárraga es el de una mujer vampirizada por el marido, Gregorio Martínez Sierra, quien publicaba con su nombre todas las obras que escribía ella. Quizás la más conocida es la obra de teatro Canción de cuna, que fue un auténtico exitazo. Es un caso conmovedor, porque Lejárraga le dio todo al marido y siempre lo protegió, a pesar de que éste la abandonó. Martínez Sierra era un gran gestor de la época, editor de la revista Renacimiento y empresario teatral de primera línea. Se enamoró de su primera actriz, Catalina Bárcena, y abandonó a María Lejárraga, quien a pesar de todo le seguía mandando sus obras de teatro para que las estrenase con su nombre. Avergonzada, Lejárraga se fue de Madrid para no sufrir el ser la cornuda pública de la capital.

El caso de María Lejárraga es el de una mujer vampirizada por el marido, Gregorio Martínez Sierra

–En su ensayo Jaén, la frontera insomne también trata el tema de la frontera como algo vivo y dinámico.

–Jaén es la frontera que nunca descansa, y en el libro la trato como un lugar de encuentro y cambio continuo, como pasillo entre la Mancha y Andalucía, como vestíbulo, tierra de cruce y paso, pero nunca de destino. Jaén quedó como una especie de paradoja: la tierra que se busca pero se abandona inmediatamente.

–Usted ha sido profesor durante décadas en el Instituto San Isidoro.

–Es un instituto con un buen nivel técnico profesional y, en cierta medida, una isla, debido a que se ubica en el centro de la ciudad y los alumnos pertenecen a entornos sociales estables.

–¿Pero usted no padece ese descontento de tantos profesores con el estado actual de la educación?

–Siempre he trabajado en el turno nocturno, que al principio –la cosa cambió después– estaba compuesto por alumnos adultos que dedicaban sus horas libres a estudiar. Pero es cierto que existe un descontento provocado por el olvido de que el aprendizaje requiere un esfuerzo, algo que abonaron algunas corrientes pedagógicas de los setenta y los ochenta... Eso de aprender jugando y el divertimento puede estar muy bien como complemento, pero el núcleo del aprendizaje, dentro y fuera del sistema educativo, será siempre el esfuerzo del que quiere aprender. Eso quedó olvidado, como si uno aprendiese por el mero hecho de ir a clase, por ósmosis.

–Es miembro de Iniciativa Sevilla Abierta. Dígame algunas urgencias de la ciudad.

–Hay que combatir más la polución atmosférica y los ruidos. En este aspecto yo sería muy radical y obligaría a todos los transportes públicos a ser eléctricos. Hay que peatonalizar más, al menos todo el núcleo del Casco Antiguo. Actualmente no veo iniciativas en este sentido.

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