El Palquillo

Los trescientos

  • El autor evoca la reciente salida a la Plaza de San Lorenzo del Señor del Gran Poder

El Señor sale en andas

El Señor sale en andas / Juan Carlos Muñoz (Sevilla)

Todavía el sol conseguía reflejarse en las fachadas de la basílica y de la casa-hermandad, bañándolas del color del fuego prestado por las tierras del Aljarafe por donde se estaba poniendo, luz que se esparcía por la plaza convertida en templo efímero ese día, cuando los trescientos fuimos llegando ahítos de emoción esa tarde de un nuevo otoño recién nacido.

El capricho del paso del tiempo había querido que fuéramos nosotros los más antiguos en esos momentos, que fuéramos los herederos de nuestros padres y abuelos, generaciones que habían llevado a la hermandad hasta ese histórico día, y fuéramos los embajadores de los doce mil hermanos que nos siguen e irán ocupando nuestros puestos por ley de vida.

Las nubes flamígeras de ese primer día de octubre cubrían trocitos del cielo azul de Sevilla, las palomas de los tejados de San Lorenzo pasaban sobre nosotros extrañadas del inédito ronroneo que subía desde la plaza y que rompía su habitual calma, y la brisa de poniente se colaba por la calle Juan Rabadán refrescando la tarde en pequeñas ráfagas, mientras las sillas, de un blanco inmaculado, repartidas en ordenadas ringleras por todos y cada uno de los rincones de la plaza, se iban ocupando.

Y después de un corto espacio de tiempo en el que el silencio nos dominó placenteramente, quizás provocado por los rezos de los que estábamos allí, un súbito levantarse de los que aguardaban más cerca del atrio nos indicó que el momento había llegado.

Y sonó el martillo de Villanueva. Y se detuvo el tiempo, y nadie respiró, y ni palomas, ni nubes, ni fachadas doradas, ni el suave céfiro tuvo importancia entonces porque, en silencio, muy despacito, sobre los hombros de unos pocos privilegiados que soportaba su gran peso, el de los kilos pero también el de su historia, con su túnica nueva de los devotos, el Señor salió.

La pandemia, las restricciones, los confinamientos, la muerte, el miedo, el dolor, todo había sido vencido porque al fin el Gran Poder salía a la calle, salía a su plaza para presidir la misa de acción de gracias por su cuarto centenario. La campana de la basílica tocó ocho veces despidiéndose de Él, y la torre repicó dos minutos después las mismas veces dándole la bienvenida. Mientras, sonaba Bach y el Señor se colocaba de frente a los trescientos, se colocaba de cara a Sevilla… Ya el sol del Aljarafe se había escondido. No nos importaba. Lo teníamos a Él. Y cuatrocientos años quedaron condensados en ese luminoso momento en el que Dios y el hombre se encontraban en la intimidad de una plaza de Sevilla.