Victoria

En cada lágrima

No hay palabra que alcance la altura de tu ternura, ni la levedad de tu cabeza inclinada en la Victoria de tu mirada que todo vence y el amor alcanza

La virgen de la Victoria.
La virgen de la Victoria. / D. S.

En el triunfo de su nombre está definida la memoria antigua de esta jornada espléndida. La tarde de los sagrarios y de aquellos modestos que los venerara en su pobreza, San Manuel González. Que arden consumado el mandato de amor del cenáculo. En la hora de la entrega definitiva del Justo.

Tiene la tarde del Jueves Santo sevillano –la tarde del Sol reservado en los Sagrarios– la levedad del arte que ha llegado a la mística, para hacer visible el misterio de la Entrega y la quietud de la Gracia. En cada eco de su vastísimo patrimonio. En el escorzo conmovedor y sobrio de Fundación. Asumió la forma radical de la Cruz, casi confundiéndose con su horizonte, para liberarnos de tantas otras esclavitudes, de tantas muertes interiores.

Todo consumado y todo vuelto a nacer. Es esta tarde frontera con la noche más larga en la Pasión del Hijo del Hombre. Solo por su dulce memoria volvimos por el rumor lejano de un sonido, un recuerdo a seguirla esperando. Lo que más nos conmueve y lo que más nos destierra de la tierra prometida. Y queríamos sentirla en el barrio que se quedó aguardando en sus calles. Sentimos en esta tarde que tantas veces en la experiencia de los momentos fundantes de la vida, las cosas importantes realmente comienzan antes de su inicio y están llamadas a agotarse antes de que finalicen. Y el final que se acerca del culmen de la Semana Santa, tan personal, tampoco llega necesariamente con la mañana de Pascua de Resurrección. Yo siempre lo he buscado en esta tarde. En los sagrarios apagados esperando la promesa del tercer día. El crucificado nos ha mostrado el nuevo templo con la ofrenda definitiva de su propia vida. Justo en la línea de fractura de este mundo, se ha alzado la cruz. Y regresamos después de haber sido alcanzados por su amor. Agotada la tarde y dispuestos para la madrugada.

Las collaciones del casco histórico y la ronda comienzan temprano a recibir a sus cofradías. La sobriedad de Fundación impone el tono severo de la tarde aliviada por el sueño oriental de Juan Miguel Sánchez para el palio de los Ángeles, la última gran innovación de la Semana Santa de Sevilla. La cumbre del misterio en movimiento de La Exaltación. Mirada en su ascensión del Señor y prodigio de los ladrones, vergonzantes en su dignidad ante la crucifixión. Nácar y merino para la elegancia de su barrio de calle Feria en Montesión. Rosario y un Ángel confortador ante el cáliz de la tarde. El vértice de todas las miradas en torno al cuerpo oscilante del Señor descendido en la Magdalena. Sudario al viento y Quinta Angustia de su Madre que le espera en este pesebre, el más doloroso. Aguas serenas en el Valle de lágrimas de su dolorosa. Serenidad en el tiempo de esta Virgen conmovedora, la Virgen de los poetas. Coronación y Calle de la Amargura. Dos monumentos en sus pasos cristíferos. Rostro doliente de su Señor coronado ante el escarnio. Y el gesto quizás más conmovedor de nuestra Semana en la mano aproximada al grupo de santa mujeres del Nazareno. La levedad en su pisada, casi sin pisar el mundo y acariciando con su misericordia este Señor de Pasión, Cordero ahormado bajo el peso de la cruz. Madre y Señora de la Merced. En la tarde de palios monumentales, personales y únicos. Cada uno, jirones de historia del arte y del bordado.

Y como un eco del sol perdido en los recuerdos, vuelve la Virgen de la Victoria al templo de Los Terceros, lugar de la memoria de su cofradía. Reencuentro de su palio plateresco. Paso de misterio de la Columna y Azotes, encontrado su sentido y su ser, en el marco antiguo y magnífico del templo. Señor Atado a la Columna recién cumplido su cincuentenario. Doliente en su fortaleza, enormemente herido en su mirada. Cuánto vamos a acordarnos nuestros hermanos de Pepe García Pastor, que tanto te quiso y que la vida nos lo arrebató este curso.

Y Victoria. No hay palabra que alcance la altura de tu ternura, ni la levedad de tu cabeza inclinada en la Victoria de tu mirada que todo vence y el amor alcanza. Porque todos los Jueves Santos de mi infancia y juventud eran un amanecer temprano y nervioso a la túnica de raso morado y capa blanca. Hermoso escudo bordado en oro con los azotes tan bien perfilados, que siempre llamaban mi atención. Cíngulo morado y oro. Almuerzo rápido por llegar a la Estación temprana. Me parecía altiva su elegancia en aquel palio catedralicio y renacentista, pero cercana por el cariño de verla en casa, en cada habitación, todo el año. Cómo si vieras -desde los ojos de un niño- a tu madre deslumbrante en su belleza pero haciéndote un guiño para que la reconocieras. Si además te dejaba al amparo de tu tío Ramón y mi madre me prometía estar cerca bajo su manto, todo estaba en paz para salir al sol del Jueves en la Estación más hermosa. Volverá a recibir el eco de los balcones adornados que en otro tiempo le rezaron. Voverá a llenar de realeza la historia de los suyos y de emoción los lugares donde le rezaron aquellos que la cuidaron. El amor vence. Siempre.

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