calle rioja

Luz y Postrimerías: Bosco, de Velázquez a Valdés Leal

  • Referente. El mundo del trabajo le enseñó a Juan Bosco que la Historia del Arte es hueca sin el Arte de la Historia, deudor de los libros de Tuñón de Lara y los 'mosqueteros' del 1001

Juan Bosco Díaz-Urmeneta posa ante una de las muchas exposiciones de las que fue comisario.

Juan Bosco Díaz-Urmeneta posa ante una de las muchas exposiciones de las que fue comisario. / D.S.

Hace más de cuarenta años. La Sevilla de los cines de verano. La vida bohemia del periodista, que prácticamente come y cena en los bares, Max Estrella que sobrevive con alma de huésped de pensión. Que se mueve con otros periodistas que abrevan más que abrevian, cambiándole la premisa a Gracián sin que se entere Pive Amador. Como una cofradía con alma de turba, soñadores con pase de pernocta. En una de ésas conocí a Juan Bosco Díaz-Urmeneta, Juan Bosco a secas, Bosco sin Juan, como el paisano de Roque Balduque. No sé por qué pero ese encuentro iniciático lo asocio con la Plaza de San Lorenzo, la que un día visitó el Inquisidor de Dostoievski y siempre dice que le busquen allí si se pierde Iñaki Gabilondo. Tal vez por la cercanía a la sede del Pecé en Teodosio, con ese póster de Lenin junto al que alguna vez fotografiamos a Felipe Alcaraz.

El Alameda Multicines acababa de abrir y la Alameda de Hércules era un multicines anterior al cinemascope, un Trastévere jaranero, transgresor y rojo, muy rojo, obsesión de los gobernadores trabucaires. Del quicio sólo quedaban conatos de mancebía. Recuerdo esa parada en San Lorenzo con amigos que íbamos a la radio, que nos buscábamos en los periódicos, que viajábamos a Cortelazor, donde tenía el consulado Mercedes de Pablos. Todavía no estaba la estatua de Juan de Mesa, que murió el mismo año que Góngora y todas las primaveras le organizan una generación del 27 por las calles de Sevilla. Nunca profundizamos en la amistad, aunque sí en el afecto; un periodista que no sea superficial no es periodista, Dios y Larra nos libren de las profundidades. Tuve noticia de que andaba delicado de salud el día que Emilio Calderón, el cura que sustituyó a Santos Juliá en la parroquia de las Letanías, me pidió su teléfono. Una compañera de periódico reservó esa información. Fue la alarma. Emilio había reparado en su nombre en las críticas de arte y recordó que habían sido compañeros de Seminario. Se paseaba por ese alambre de Roger Garaudy que va de la fe a las dudas. Su papel fue fundamental para que los comunistas sacaran seis concejales en las elecciones municipales de 1979. Gente buena, como él: Balosa, Víctor Pérez Escolano, Eugenio López, José Antonio Nieto, Pepe Villa, Amparo… En el mundo obrero aprendió que la Historia del Arte es hueca sin el Arte de la Historia. Esa humanidad que rociaba sus comentarios artísticos, que se leían con la delectación de una crítica taurina de Joaquín Vidal o una crónica de fútbol de Antonio Valencia, estaba en todo lo que escribía. Perdón por el juego de palabras, donde veía una banalidad burguesa, pero no hay crítica de arte sin arte de la crítica. Y Bosco era un artista.

Vivió la época del Pecé en Teodosio, cuando la Alameda era un Trastévere transgresor

Esa humanidad a raudales me conmovió un día. Por un texto suyo supe que había muerto nuestro común amigo Jaime Montes, un sindicalista íntegro, que nunca sublimó las palizas en medallas ni la represión en falso heroísmo. Lo esperará con un abrazo en el cielo de los rojos, que también es azul. Hemos sido compañeros en el Diario de Sevilla durante 22 años, desde el cuarto centenario del nacimiento de Velázquez hasta los preparativos del cuarto centenario de Valdés Leal. Quedarán cojas esas Postrimerías sin la mirada de Juan Bosco, de la estirpe de Valeriano Bozal, Calvo Serraller, Santiago Amón, discípulo aventajado de Diego Romero de Solís, siempre unido en los paseos y las amistades y las luchas a Concha. Se fue en los segundos Juegos Olímpicos de Tokio en una Sevilla siempre pre-olímpica, ciudad donde el cementerio es un museo vivo y los museos a veces parecen cementerios mortecinos. Encarna la bonhomía de los tres mosqueteros sevillanos del Proceso 1001 (Soto, Saborido, Acosta). Siempre peleó contra la fealdad, ese trampantojo social disfrazado de inercias y costumbres. Para atajarla encontró la herramienta perfecta en la belleza, tal como la entendía el poeta Antonio Gamoneda en versos que Javier Aristu, que lo relevó en la secretaría provincial del PCE, incluye en su libro El oficio de resistir: "La belleza no es / un lugar donde van / a parar los cobardes". Pasó del tajo al aula sin trasvases, intérprete de ese romance de las formas y los colores, del Prado a la más humilde de las galerías.

La aristocracia tuvo una relación patrimonial y casi matrimonial con las obras de arte; pero Juan Bosco encontraba esos tesoros en el sustrato de los libros de Tuñón de Lara. El ser humano disfruta con lo que hizo sufrir a sus congéneres. Desde Tiziano hasta Goya. Las paradojas del arte en las que Bosco encontraba a Carlos Marx, con avenida en la barriada de Amate, en Botticelli.

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