Una Feria vista desde la Periferia

calle rioja

La Esmeralda ya no tiene caseta, pero tiene una calle con su nombre cerca de la Barzola

Una Feria vista desde la Periferia
Una Feria vista desde la Periferia

Periferia ha sido una de las palabras que más veces ha repetido el papa Francisco a lo largo de su pontificado. Los márgenes. Las afueras. Es también una forma de ver la Feria desde el periscopio de la Trasferia. Un diálogo entre las fuerzas centrífugas y las centrípetas. Flechas, vectores y directrices que se dirigen a un punto fijo o a los rincones del azar, a los caprichos del destino. Ver la Feria con ojos de extraterrestre es un espectáculo. Cuando el hombre llegó a la Luna, todavía faltaban cuatro años para que la mujer llegara a los Remedios desde el Prado. Porque la Feria es, como la ciudad que la acoge, un femenino plural. El envés de todos los tópicos y complejos y prejuicios. Aunque sus fundadores se llamaran Narciso y José María. Como los Narciso y Goldmund de la bellísima novela de Herman Hesse.

El papa Francisco advertía en uno de sus textos de la “teología narcisista”. La Feria no es la continuación de la Piedad Popular por otros medios, pero es evidente que hay un continuum con la Semana Santa que tiene entre sus puentes fundamentales el rito de los clarines el Domingo de Resurrección. Frente a la contención de la estación de penitencia, decenas de miles de nazarenos cuya identidad se desconoce, que renuncian a la notoriedad cuando salen bajo el capirote, la Feria tiene un punto de narcisismo. No es que Bonaplata mande más que Ybarra, el fundidor más que el naviero, no hay historia que se cuente en la que no haya vascos y catalanes, sino que esto no va de potentados, sino de ostentados: ostentar caseta de Feria, coche de caballos rumboso con chófer de pitiminí, abono en la Maestranza, pase para el Mercantil o el Labradores. Un narcisismo aparente, porque esto no va de clases sociales. El Manifiesto Comunista lo escriben Marx y Engels en 1847, el mismo año que se funda la Feria de Abril. Sevilla es en sí misma un género literario (dice Pérez-Reverte que La piel del tambor ha sido la única novela que se le ha resistido), es un género periodístico: todo lo posible y hasta lo imposible pasa en esta ciudad; y es un género antropológico donde un marxista como Isidoro Moreno puede ser capillita y hermano de los Negritos. La Feria no va de maestrantes ni caballeros veinticuatros. No es clasista ni cerrada ni feudal ni elitista.

Alguien ha dicho que los chinos han democratizado la Feria por la cantidad de trajes de gitana que venden en sus bazares. Luego están las virtuosas del diseño, desde los muy caros a los más económicos, como esas gangas de 80, 70 y 60 euros que se ven en una tienda del Pasaje del Ateneo que une Tetuán con Sierpes. No hay dos coches de caballos iguales. Hay cocheros con más clase que el pasaje, como ese día de hace más de cuatro décadas que aparecieron con sus sombreros de ala ancha en la casa de la calle Martínez Montañés donde estaba la Radio 16 de Lobatón y Gabilondo sobre un coche de caballos Juan Tomás de Salas y Ruperto de Salteras y la gente que los vio bajarse creía que el dueño del grupo 16 era el tío carnal del torero El Cid que muchos años fue guarda de Diario 16 en el Polígono Calonge. Las apariencias engañan y los aparentes mienten.

La Esmeralda ya no tiene caseta, pero tiene una calle con su nombre cerca de la Barzola

Visitar a los turroneros es un clásico. Almendras garrapiñadas recién hechas. A la vera de la arquitectura de iglús gigantescos del Circo. Casas portátiles de los feriantes, como las que describía de su familia manchega Ana Iris Simón en su libro Feria. La Feria, lo he escrito muchas veces, es el real hecho magia, puro realismo mágico con su Macondo en el que no faltan en el callejero un García (Manuel García Cuesta, El Espartero) y un Márquez, Pascual Márquez, el torero de Villamanrique de la Condesa que hizo el paseíllo con Ignacio Sánchez Mejías y con Rafael Alberti en la plaza de toros de Pontevedra.

Ya no está la caseta de Esmeralda al otro lado de Costillares, en la linde con la calle del Infierno. No tiene caseta, pero su nombre rotula una calle entre la Barzola y Pío XII. Esas barriadas que llenan los autobuses de Tussam para llegar a la Feria. La portada es un gigantesco photocall. Como en los transportes urbanos no manda Óscar Puente, la llegada de las lanzaderas desde el Charco de la Pava es continua e incesante. Como en la poesía, la Feria es social o individual. Se ven familias, pandillas, soledades en compañía. Niños vestidos de hombres junto a hombres felices como niños. Lipasam es un espectáculo, la mejor atracción de la Feria. El Parque de los Príncipes está cerrado para combatir una plaga de roedores. Sólo se ven patos y mirlos como en una novela inglesa de la época victoriana.

Una bandera de Andalucía en la rotonda con los nombres de las ocho provincias. Al fondo se ve la torre de los Sagrados Corazones que mandó levantar el cardenal Segura, que está enterrado a sus pies. Ir a la Feria caminando debería estar homologado como deporte olímpico. Muchos lo hacen por López de Gomara, que según el americanista Luis Navarro García, socio de la caseta La Encomienda y la Embebienda, debería decirse como esdrújula. Un traje de gitana está colgado en un balcón para secarse. Como un capote de albero y sevillanas. Abundan en esta calle que une barriadas más populares que populosas (el Tardón, Voluntad, San Gonzalo, barriada de León, Turruñuelo) las proclamas con letras de sevillanas de Pepe Pinreles. Muy cerca del mercado de San Gonzalo, se lee Mírala cara a cara, el comienzo de una de las sevillanas más populares de Manuel Melado, el peluquero de la calle Amor de Dios que tiene una placa en la casa donde nació del barrio de San Julián, en la calle Macasta.

San Jacinto une la Feria con la Velá de Santa Ana. Pasan de vuelta, sin clientes, tres vistosos coches de caballos por Pagés del Corro junto al esqueleto del ficus de la iglesia de san Jacinto, muy cerca de la calle Ruiseñor donde se quedaba el portugués José Saramago en sus primeras visitas a Sevilla, después de que lo descubriera Pilar del Río cuando fue a buscarlo al terminar de leer El año de la muerte de Ricardo Reis que encontró en la librería Repiso de la calle Cerrajería. Ya no quedan librerías en las calles de Sevilla. Parece una sevillana del Pali, pero es la pura realidad.

Por la periferia, vemos por García de Vinuesa, por Santander, por Almirantazgo a los aficionados a los toros con sus almohadillas para la segunda tarde de Roca Rey, la primera después de saberse que el nuevo Papa y obispo de Roma es un peruano de Chicago. Que es algo parecido a lo de John Fulton, que era un torero sevillano de Filadelfia. Y ya de vuelta, nos encontramos con quien regresa de la corrida con su almohadilla para otras tardes. Pepe Gómez nos hace el resumen de la tarde: nada de Roca Rey, casi nada de Cayetano y puerta del Príncipe de David de Miranda. No hay enemigo pequeño. Pepe está a punto de sacar su libro número 18, titulado No hay nada nuevo bajo el rock. Nació en 1947, dos años después que su admirado Silvio, un siglo más tarde de que dos parejas revolucionaran las primaveras, Marx y Engels con el Manifiesto Comunista, Ybarra y Bonaplata con la Feria de Abril, que este año ha sido en Mayo. Ha terminado en un 11-M como Dios manda, con un nuevo Papa elegido el Jueves de Feria disfrazado de Jueves Santo con aires de Viernes Santo del Cachorro, que cambió el Betis por el Tiber. La Feria volvió al formato antiguo después de un referéndum del 28-F de la señorita Pepis.

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