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EL Tribunal Constitucional de España debe ser el organismo público occidental de menor productividad. Tres años hace ya que el PP recurrió el Estatuto de Autonomía de Cataluña ante las ilustres señorías que lo integran y todavía no les ha dado tiempo a pronunciarse acerca de su constitucionalidad o inconstitucionalidad.

Pero no es que los magistrados no trabajen, sino que no se ponen de acuerdo. Después de numerosas vicisitudes, desde el fallecimiento de uno de ellos -y la imposibilidad práctica de que PSOE y PP se pongan de acuerdo para elegir un sustituto- hasta la recusación de otro, pasando por las sucesivas prórrogas que se han concedido y renovado por falta de consenso, he aquí el resultado: su fallo es que no hay fallo.

El problema está en el origen. La reforma del antiguo Estatut tenía una inspiración nítida: lograr para Cataluña un estatus distinguido dentro del Estado de las Autonomías, un rango diferente y superior al del resto de las comunidades. Es lo que impulsaron los partidos nacionalistas catalanes (CiU, ERC y, en este aspecto, también IU). Lo novedoso fue que el partido allí gobernante, el de los socialistas de Cataluña, se pusiera a la cabeza de la manifestación, revelándose antes nacionalista que socialista. Maragall, Montilla y los suyos eludieron conscientemente su condición de organización hermana del PSOE y, por tanto, se liberaron de su inspiración y vocación españolas.

De este modo se produjo en el proceso de elaboración del nuevo Estatut un frente amplio -sólo se excluyó el PP y algún grupo menor- decidido a plasmar en el texto una relación bilateral España-Generalitat, privilegiada y ajena al común de las autonomías. La forma de acabar con el café para todos fue sibilina: como no podían establecer una soberanía de Cataluña expresamente prohibida por la Constitución, escribieron un preámbulo estrafalario en el que se dice que el Parlamento catalán y la voluntad de sus ciudadanos definen a Cataluña como "nación" y, a la vez, se recuerda que la Constitución la reconoce como "realidad nacional", le otorgaron a ésta bandera, fiesta e himno como "símbolos nacionales" (artículo 8) y definieron el catalán como "la lengua propia de Cataluña".

Bueno, pues por más vueltas que le dan y más resquicios que le buscan a la pobre Constitución para encajar este ejercicio de soberanismo vergonzante, no hay manera de convencer a seis de los diez miembros del TC que estudian el recurso -aparte quedan los dos magistrados citados en el segundo párrafo- de que estos puntos se ajustan al texto constitucional, ese que habla de una sola nación, la española, con una lengua oficial en todo su territorio y un proyecto común de vida. Y es que lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible.

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