Eduardo Jordá

Setenta años

en tránsito

28 de mayo 2011 - 01:00

NO me di cuenta de la grandeza de Bob Dylan hasta que vi en Londres, en un ya remoto 1973, una película que se acababa de estrenar: Pat Garrett and Billy the Kid, de Sam Peckinpah. Y eso ocurrió cuando escuché la música de Knockin'on Heaven's Door sonando de fondo de una de las secuencias más hermosas de la historia del cine: aquélla en que un viejo sheriff, interpretado por Slim Pickens, recibe varios disparos en un tiroteo y va caminando a trompicones hacia un lago y se sienta sobre una roca para esperar la muerte, mientras la mujer que le ama, la maravillosa Katy Jurado, le sigue a unos pasos de distancia con un rifle en la mano y lágrimas en los ojos. En esa película de Peckinpah se contaba la historia de un forajido que se había pasado al lado de la ley y ahora se dedicaba a perseguir a sus antiguos compañeros de armas. "Los tiempos han cambiado", le decía el nuevo sheriff a su ex amigo Billy el Niño. "Pues si los tiempos han cambiado, yo no" le contestaba Billy the Kid.

Esta semana Bob Dylan ha cumplido setenta años, y si los tiempos han cambiado, él no parece haberlo hecho en absoluto. Dylan empezó en los tiempos de la contracultura beatnick, vivió las luchas por los derechos civiles y contra la guerra del Vietnam, pasó unos días de 1967 en Formentera jugando al ajedrez con un joven (Pío Tur) que años más tarde sería consejero autonómico del PP (apuesto a que nadie del PP lo sabe), y luego se refugió en Woodstock y en los cuentos de Chejov y en los largos viajes en moto, y después se hizo cristiano renacido y se divorció de su mujer y siguió componiendo y cantando y haciendo giras interminables, hasta acabar convertido en ese personaje con el bigotillo de alcahuete y las botas blancas de piel y el gran sombrero vaquero que tocó no hace mucho en Jerez. Pero Dylan, igual que Billy el Niño en aquella película de Sam Peckinpah, no ha cambiado cuando todo el mundo había cambiado, así que su último disco se parece mucho a su primer disco de hace casi cincuenta años, porque está hecho con las mismas canciones intemporales que se cantaban en las carreteras y en las estaciones de tren de ese país que no empieza ni termina nunca y que se llama América.

En el fondo de la obra de Bob Dylan hay un misterio insoluble. Porque de Bob Dylan no sabemos casi nada, a pesar de que nadie sabe ya cuántas biografías se le han dedicado ni cuántos ensayos se han escrito a partir de sus canciones. Y lo único que sabemos es que para haber escrito las canciones de Bob Dylan no basta haber vivido setenta años, sino que sería necesario haber vivido setenta veces setenta años, y haber sabido acumular durante todo ese tiempo una gran cantidad de luz, una luz que uno no sabe de dónde puede haber llegado, pero que aún resplandece en sus canciones.

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