Eduardo / Jordá

Armas

En tránsito

19 de diciembre 2012 - 01:00

EN el Estado donde ahora vivo, Pensilvania, mis alumnos de primer curso, que acaban de cumplir 18 años, no pueden beberse una cerveza hasta que cumplan los 21 años, pero sí pueden comprarse una pistola o un fusil de asalto. Estados Unidos es un país admirable en muchas cosas -la investigación científica, la prensa que se empeña en investigar la verdad, las profesoras que son capaces de dar la vida por sus alumnos, como ocurrió en la escuela de Sandy Hook-, y aunque muchos europeos crean lo contrario, es un país muy poco racista en el que blancos, negros, latinos y orientales conviven sin problemas (lo veo cada día con mis alumnos). Pero la cuestión de las armas se ha escapado por completo de las manos.

Por extraño que parezca, los americanos pueden llevar armas porque dos legisladores que figuran entre los mayores genios políticos de todos los tiempos -James Madison y Thomas Jefferson- se empeñaron en introducir una enmienda constitucional, en 1791, que permitía la creación de milicias ciudadanas que evitaran la posibilidad de un golpe de Estado por parte del ejército de la nación. Madison y Jefferson no eran obsesos ni paranoicos, sino dos defensores de los derechos individuales que previeron un último recurso para evitar la abolición de esos derechos por culpa de una tiranía militar (de hecho, Estados Unidos es uno de los pocos países del mundo, junto con Inglaterra, que no ha sufrido nunca un golpe militar). Además, la sociedad americana es una sociedad que tiene una mentalidad muy distinta de la nuestra. En Europa estamos acostumbrados desde hace al menos cinco siglos a las estructuras jerárquicas de las monarquías y de las iglesias que no admitían disidentes. En cambio, Estados Unidos es una sociedad de disidentes religiosos que desconfían de todo lo que signifique una estructura jerárquica. Para Madison y Jefferson, el poder sólo podía residir en el ciudadano, y por eso mismo éste podía ir armado.

Muchos americanos están convencidos de que limitar el uso de las armas supone una intromisión intolerable en sus derechos. Y si a esto se añade que la industria armamentística ha fomentado la paranoia con toda clase de amenazas inverosímiles -aparte de las ideas delirantes de la extrema derecha religiosa, siempre dispuesta a defender a Dios con un fusil de asalto-, nos encontramos con la paradoja de que una norma pensada para defender al ciudadano ha acabado convirtiéndose en una de sus peores amenazas, como pasó en la escuela de Sandy Hook.

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