La tribuna

Manuel Ruiz Zamora

Garzón: juzgar al juez

JOHN Adams, segundo presidente de los Estados Unidos y redactor junto a Thomas Jefferson de la Declaración de Independencia, escribió que "una república es un imperio de leyes, y no de hombres". En España, después de una dictadura en la que la ley era poco menos que el capricho de un déspota, tuvimos la oportunidad de asumir su importancia en un sistema democrático: en vez de ello, gran parte de nuestra clase política se aplicó a una pedagogía populista en la que el cumplimiento de las normas venía a ser, más o menos, sinónimo de autoritarismo. Si a ello le añadimos lo que podríamos designar como principio de distorsión ideológica, consistente en juzgar de forma diametralmente opuesta a alguien según sea afín a mi forma de pensar o contrario a ella, y le sumamos el irreductible individualismo del carácter español, el producto resultante es un panorama desolador de desprecio generalizado hacia la ley.

En nuestro país la ley ha llegado a ser lo que la vulgaridad para Oscar Wilde: aquello que sólo afecta a los demás. Cada ciudadano, en virtud de sus circunstancias personales, su condición natural o su disposición anímica, se instituye en excepción categórica a la norma. Pero hay, además, adhesiones gremiales o afinidades políticas que proyectan ese aura casi sagrada de inviolabilidad sobre determinadas personalidades públicas. Lo hemos comprobado en el bochornoso espectáculo ofrecido por nuestro cineastas, siempre más brillantes fuera de las pantallas que dentro de ellas, pidiendo indulgencia para un director de cine acusado de violación, y lo estamos volviendo a ver en la ola de solidaridad política (y hay que recalcar el término) que ha despertado entre ciertos sectores la mera posibilidad de que un magistrado se siente en el banquillo.

El ciudadano Baltasar Garzón tiene en este momento dos causas pendientes en el Supremo: una por prevaricación y otra por prevaricación, cohecho y estafa. Pues bien, resulta prácticamente imposible encontrar una sola aproximación al tema que parta de la presuposición de que en un Estado de Derecho un juez tiene la obligación, como cualquier otro ciudadano, de responder de las acusaciones que se le imputen ante los tribunales de Justicia. En este mismo periódico, por ejemplo, he podido leer lo siguiente: "Véanlo así: en plena democracia, un magistrado va a ser apartado de su puesto por investigar los desmanes de la dictadura, gracias a una acción conjunta de ultras y falangistas más el beneplácito de un tal Luciano Varela, juez. Planteado de esta manera uno ya no sabe si es un tremendo disparate permitido por una estructura judicial contaminada o un honor para quien también persiguió a Pinochet". Una de las articulistas habitualmente más razonables de este país ha llegado a esgrimir que la contribución de este juez a la imagen exterior de España debería ser suficiente para que le dejaran tranquilo. Y, por supuesto, no podía faltar el previsible manifiesto de los sempiternos abajofirmantes, en el que se llega a proclamar que si Garzón se sentara en el banquillo ello significaría "el peor golpe desde el 23-F".

Antes tales desmanes teóricos, se podrían formular unas preguntas muy simples: ¿le asisten a los jueces, por el hecho de serlo, salvaguardas y privilegios diferentes de los disfrutan jurídicamente el resto de los ciudadanos o, precisamente, por ejercer de representantes de la justicia deberían prestarse a responder ante ésta con un plus de seriedad y ejemplaridad públicas? Y en el caso de que se conteste a esto último afirmativamente, ¿habría que establecer diferencias entre unos jueces y otros según sus adscripciones ideológicas o sus trayectorias políticas? Ahora bien, supongamos que el juez Garzón fuera finalmente procesado: ¿disfrutará de todas las garantías jurídicas propias del estado de derecho? ¿Dispondrá de letrado que le defienda, tribunal que le escuche y sentencia que se conforme a lo que establezcan las leyes? Imaginemos, sin embargo, que a pesar de ello se dictara una sentencia condenatoria: ¿le quedará el recurso de apelar a instancias internacionales que podrían determinar, no sólo su inocencia, sino poner hipotéticamente en evidencia "una estructura judicial contaminada"? En resumidas cuentas, ¿se atreverían los abajofirmantes a defender sin tapujos que cierto tipo de ciudadanos, por su condición de jueces, directores de cine, etc, deberían quedar exentos del principio de igualdad ante la ley? Y si es así, ¿podrían precisar, entonces, qué entienden ellos por democracia?

Nadie, salvo un reducto recalcitrante de exaltados de derecha que otrora glorificó al juez con la misma pasión con la que entonces le atacaban los que ahora lo defienden, duda de que el juez Garzón ha prestado inestimables servicios a nuestra democracia, pero también parece innegable que el conocido, no por casualidad, como juez estrella es el más cumplido representante en el ámbito de la justicia de una etapa de megalomanías posmodernas que ha llenado nuestras ciudades de setas deletéreas, nuestros restaurantes de construcciones gaseosas y nuestros juzgados de sumarios a los que les salen goteras por todas partes. Nada de ello debería tener, sin embargo, la menor importancia a efectos jurídicos, como no deberían tenerla tampoco las movilizaciones mediáticas, empezando por las alentadas por el propio juez, para intimidar la independencia del instructor.

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