Por derecho

Martín / Serrano / Vicente

Jesús caído en San Bernardo

LA noticia del robo sacrílego de San Bernardo no llama la atención especialmente. Profanaciones, blasfemias y sacrilegios ha habido muchos, desde San Pablo hasta nuestros días, pasando por el apócrifo relato del hombre de piedra. Causa, en todo caso, cierto asombro el inicial alivio que supuso para todos confirmar que las imágenes no se habían visto afectadas por el hecho. Posiblemente el ladrón no pretendía causar ofensa alguna a los sentimientos religiosos. Pero el asunto requiere una breve reflexión sobre cuáles sean esos sentimientos y qué relevancia tengan. Nos jugamos mucho en definirlos, porque se suceden ofensas de diverso tipo contra ellos: invasión de capillas universitarias, anuncio de procesiones sacrílegas e incluso algún conato de incendio.

En el pasado mes de junio, tuvimos noticia del ataque al Señor del Gran Poder, al que, con singular precisión poética, José María Rubio definió como carne de Dios sevillana. Quienes lo vivieron, lo relatan. Golpes, un brazo arrancado, zozobra, angustia, desconsuelo; noticia en los informativos nacionales. Después, actos de desagravio masivos y petición de la máxima severidad con el causante. No era para menos. He recordado el episodio al imaginar esas Sagradas Formas, carne de Dios verdadera, esparcidas por el suelo. La comparación ha surgido espontánea por la escasa repercusión que he percibido en la Iglesia sevillana -todos somos Iglesia-. Dejo al margen la innegable diferencia que deriva de la distinta repercusión artística y cultural de una y otra agresiones. Me centro en los sentimientos religiosos. En esta sociedad sentimental, es cuestión de sentimientos, se dirá. Pero lo que evita el vaivén del sentimiento es el ancla de la razón y de la fe. Y la fe católica se fundamenta en la Eucaristía. Sin ella, hay poco más que culto idolátrico.

¿Qué vemos en el Gran Poder? Una talla imponente, la imagen del Poder omnipotente de Dios que se manifiesta en el sufrimiento y, sobre todo, la fe de nuestros padres y abuelos. Es la que nos ata a él. Pero esa fe, no se olvide, se fundamentaba en la eucaristía, en la real presencia de Jesús en el Sagrario, ese Jesús que ahora hemos visto caído al suelo en San Bernardo.

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