Alto y claro

José Antonio Carrizosa

jacarrizosa@grupojoly.com

Mitologías

Los dos grandes objetivos sobre los que se sustenta el autogobierno de Andalucía están todavía por construir

Conviene dejar sentado un principio en las vísperas de la conmemoración del Día de Andalucía. Casi cuarenta años de autogobierno no han servido para alcanzar ninguno de los dos objetivos fundamentales para los que la autonomía fue creada: la vertebración del territorio y la desaparición, o al menos reducción, de la enorme brecha de desarrollo que nos separaba de las zonas más ricas de España. Eso es así por más que se intente articular un discurso autocomplaciente y justificar en base a él la existencia de la enorme maquinaria de poder político e influencia social que se ha creado en torno a la Junta de Andalucía. Dicho esto, también hay que reconocer que la autonomía ha sido útil en líneas generales y nadie sería capaz de negar hoy que, a pesar de todos los problemas, la sanidad pública es motivo de orgullo, que el salto que han dado las poblaciones pequeñas y las ciudades medianas ha sido sideral o que la voz de Andalucía se oye hoy con nitidez cuando se discuten los grandes problemas de España, aunque otra cosa es que se la escuche.

Pero los dos grandes retos de la autonomía, como decíamos al principio, están, poco más o menos, como los cogieron los fundadores de la autonomía hace ya 37 años, que no son pocos. Andalucía es un territorio invertebrado en el que los localismos anulan cualquier esfuerzo de construcción regional. Existe la Junta, que deja sentir su impronta en los más diversos sectores y actividades. Como para cualquier construcción política, se ha hecho necesario elaborar una serie de mitos sobre el que sustentar el imaginario de Andalucía: el himno, la bandera, la entronización de la figura del notario asesinado Blas Infante como padre de la patria o la misma conmemoración del referéndum de iniciativa autonómica del 28 de febrero de 1980 como gesta colectiva de un pueblo responden al objetivo de construir una identidad donde no la ha había y donde difícilmente se puede decir hoy que la haya. La falta de vertebración regional no es sólo cuestión que afecte a los sentimientos o a una identidad ideológica. Hay algo más: esa carencia ha actuado como freno para desarrollar políticas que hubieran impulsado al conjunto del territorio. Por citar sólo dos ejemplos muy evidentes: Andalucía ha sido incapaz de construir un sector financiero propio a partir de sus cajas de ahorro como sí se ha hecho en otras comunidades y, por otro lado, carece de infraestructuras que actúen como aglutinantes de sus provincias. Así, para ir por tren desde la capital, Sevilla, hasta la segunda gran ciudad, Málaga, hay que dar un rodeo que pasa por Córdoba. Creo que no es muy arriesgado afirmar que, al margen de la autovía A-92, de los tiempos de Rodríguez de la Borbolla, no se ha hecho en la región ninguna gran obra con capacidad de acercar y articular territorios.

Los localismos, por lo tanto, no nos han salido gratis; hemos pagado un alto coste por ellos y han sido también determinantes para que después de casi cuarenta años Andalucía siga a la cola y sea incapaz de reducir de una forma efectiva los diferenciales de desarrollo, desde empleo a calidad educativa, con la media nacional y no digamos con la europea. Tenemos por delante, como en 1980, el objetivo de construir una región y se está haciendo muy poco para conseguirlo. Sin embargo, en los últimos meses el movimiento de aparición conjunta que están protagonizando Sevilla y Málaga, al que se han unido otras capitales, permite albergar alguna esperanza: las ciudades son las que se ponen a la tarea de construir en vez de separar. La tarea es ingente y tardará en dar frutos, si es que alguna vez los da. Mientras tanto, Andalucía seguirá siendo un empeño pendiente, aunque dentro de un par de días, como cada año, se desplieguen todos los mitos y todas las mitologías que, como sucedáneo, se han levantado en torno a su nombre.

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