La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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Pisando área
TODOS los derbis dejan una muletilla para que sean reconocidos en la historia. No falla. El de los cuernos que le tiraron a Paco, el del botellazo, el del busto, el del palo de Olivera, el de Domingo de Romoý Sí, éstos, enumerados sin más criterio que lo que evocan, están tirados al azar, sin obedecer a ningún mandamiento cronológico ni por supuesto al signo que al final tomaron. Pero en esta ciudad cualquiera que medianamente conozca el paño sabe que ninguna ley tiene validez en un derbi. Es un partido capaz de burlar lo incuestionable y hasta de darle un regate al reglamento de Escartín. ¿O lo primero que un niño conoce del fútbol no es que las manos están prohibidas? Puede que el de ayer quede para los restos como el derbi de la mano de Luis Fabiano. Es más, tiene muchas posibilidades. Autoproclamado un "iluminado", empieza a encontrarse ya con un caminito de migas de pan que lo puede llevar al Olimpo. Y si se siente tocado por los dioses, no es de extrañar que quiera emular al diez y al dios por antonomasia y hasta se sienta orgulloso.
Pero el de ayer deja muchas más cosas que la simple coletilla de cada derbi. Exagera quizá con demasiada crudeza la distancia que hoy día va de un equipo a su rival de siempre. Deja en el aire las notas de un Sevilla que hace música si los violines tienen todas sus cuerdas afinadas mientras su enemigo simplemente aspira a tararear la melodía. Deja en la retina a once futbolistas disfrutando, sabiendo de memoria dónde está cada compañero, ejecutando una melodía ya aprendida, mil veces interpretada y otras tantas aplaudidas. Está demostrado que es mucho más sencillo guardar en la memoria una música que recordar una letra. La música la rescata el subconsciente. Para recordar palabras es necesario un esfuerzo de la conciencia. Y eso le pasa al Betis: sus jugadores se pierden en el partido tratando de recordar las letras que Chaparro les pincha en el vestuario. En el Sevilla, sin embargo, la música fluye.
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