El salón de Madame de Lafayette
Síndrome expresivo 83

Mi amiga se llama Helena Fernández y le encantan las justificaciones pueriles de la peña para no abrir un libro. En su etapa como profesora de francés se rebelaba ante el empeño sistemático de los políticos (de uno y otro signo) por vaciar la mente del populacho. Ahora, se viste de Madame de Lafayette y toma café con sus amigos junto a una colección de escritos de ficción y ensayos humanísticos. Sí, un salón literario en este plano siglo XXI, donde se lee, se piensa y se comparten reflexiones y experiencias personales con una única pretensión: firmar una tregua al intenso combate de los hombres.
Helena no comprende por qué los seres humanos se condenan a un estado de incultura autoimpuesta; ni por qué sus vecinos no se regalan cada jornada treinta minutos de lectura placentera y liberadora; ni por qué los españoles no se sonrojan cuando en el velador soleado exhiben su pobreza intelectual desacomplejada. A veces, sueña con las utopías de Simone Weil, la rebeldía de George Sand o el espíritu revolucionario de la Beauvoir. Ilusiones. Solo ilusiones pasajeras ante el triste espectáculo en una céntrica calle comercial: logotipos, marcas, complementos lujosos, diseños luminosos, pero ningún libro en la mano ni en la cabeza. Claro que Helena comprende. Estoy seguro de que simula una estilizada ignorancia para que la saluden en la cola del súper.
“Cada vez quedan menos Helenas”, fue mi carta de presentación, cuando mi amiga me invitaba a tomar asiento en la silla tapizada con el esmero del artesano tenaz y minucioso. “La mengua de las Helenas es un detalle menor, querido Jorge. ¡Somos una especie en peligro de extinción! No te inquietes por nosotras. Lo preocupante es la invalidez léxica de nuestros compañeros de viaje”. Como veis, Madame no desaprovecha ninguna oportunidad de denunciar la esclerosis mental de una sociedad entretenida en consultar la previsión del tiempo: si llueve, me quedo en casa devorando series y comida basura; si sale el sol, me enfundo mis ropas coloridas para lucir barriga cervecera en el paseo soleado, doy una vuelta para disimular mi desinterés por el deporte y me siento en el velador a vaciar vidrios en compañía de mis amigos virtuales.
Las pausas medidas de Helena encienden los espíritus de los invitados al salón. Estos silencios marcan los cambios de tema, el agotamiento argumental de una reflexión, el turno de palabra para un nuevo interlocutor. En mi caso, entendí que era el momento de justificar mi presencia intelectual (y no solo física) en la reunión. “No sé a vosotros, pero cada vez me preocupa más el evidente empobrecimiento de los libros de texto. Todo es competencial de la muerte. Los alumnos gestionan su aprendizaje de forma lúdica e individualizada. Nuestra anfitriona lo clava: la dictadura del aprender a aprender sin un aprendizaje previo de lo que hay que aprender”.
En el fondo, todos los presentes somos alumnos de Helena. Ella nos alerta del trampantojo creado en el mundo editorial y en los medios de comunicación a su servicio. La supuesta cultura se disfraza de Atenea en obras esqueléticas en cuanto al número de páginas. La frase simplona y esmirriada se enaltece en la tribuna pública. Ahora, los lectores son clientes que consumen según sus intereses. No les llevéis la contraria ni los incomodéis con reflexiones abstractas u oraciones con dos o tres verbos subordinados. Según mi amiga, “aquel que enlaza un par de párrafos con cierta profundidad es inmediatamente acusado de ser un maldito elitista que se hace pasar por un Proust posmoderno”. La pobre Helena aún cree que la peña sabe quién es Proust.
¿Se puede superar?
No. No es no. Rotundamente no. ¿Por qué no? Quizá el argumento de Helena te haga reflexionar y comprender este síndrome del iletrado en el siglo XXI. Con fineza, ella nos aconseja que leamos los Adagia de Erasmo de Róterdam. Aquí, este humanista reflexiona sobre la causa del desapego de los humanos por la lectura y el conocimiento: Ignavis semper feriae sunt que traducido sería “siempre es fiesta para los holgazanes o los desocupados”.
Pues sí, querido amigo. Cada vez son más los que siempre tienen excusa para no hacer nada. Esta máxima puede aplicarse al ámbito del estudio o la lectura. Así, en todo momento y lugar, hay ingeniosos pretextos para no ejercitar el pensamiento. ¿Por qué no lees, monstruo? A todos les gusta leer, pero, de vez en cuando, sufren algún problemilla de salud; otros dedican su escaso tiempo a diversas ocupaciones domésticas y, sin rubor, defienden que el hambre les quita el gusto por el deleite de los libros o que, después de comer, nada se puede hacer con los libros hasta que el estómago haya hecho la digestión. Cualquier excusa es salvadora para el iletrado: el rigor del invierno, el calor del verano, las tormentas de otoño o el encanto de la primavera.
Consejo final
Si los recursos familiares son suficientes y abundantes, ¿para qué hacen falta los estudios? Así, el rico se desentiende de la cultura en la abundancia material, mientras que el pobre no tiene tiempo de filosofar. No sé qué pasará por la mente de vosotros, curiosos seguidores de esta columna, pero tal vez, en la sociedad del metaverso, la lectura sea la última esperanza para vencer la soledad. Palabra de Helena. Vale.
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