EL CONTADOR DE CARTAS | CRÍTICA

De Vietnam a Iraq, del taxi al póker: Schrader vuelve al infierno

Oscar Isaac en un fotograma de la nueva película de Paul Schrader.

Oscar Isaac en un fotograma de la nueva película de Paul Schrader.

En 1974 un crítico de cine de 29 años con una singular biografía -educado en el calvinismo estricto en una familia de origen holandés y alemán, no vio una película hasta los 18 años- y con cierta reputación ganada gracias a un libro extraordinario titulado El estilo trascendental: Dreyer, Bresson, Ozu escribió su primer guión basándose en un relato de su hermano Leonard. Se titulaba Yakuza. Interesó a Sidney Pollack, que lo hizo reescribir por el consagrado Robert Towne (autor de Bonnie and Clyde, Los nuevos centuriones o Chinatown y coautor junto a Coppola y Puzo de los guiones de El Padrino y El Padrino II).

La película fue un fracaso, pero lo dio a conocer en la profesión. Se llamaba Paul Schrader. En 1975 escribió el guión de Fascinación para Brian de Palma, quien le presentó a Martin Scorsese. Del encuentro entre el calvinista de origen germano-holandés y el católico de educación jesuítica y origen italiano nació Taxi Driver (1976) que los consagró a los dos. Volvieron a colaborar en Toro salvaje (1980), La última tentación de Cristo (1988) y Bringing Out the Dead (1999). Sus trayectorias independientes demostraron que lo más abismalmente oscuro y retorcido de estas películas, su obsesiva meditación sobre el mal, la culpa y la expiación, y sobre todo en el caso de Taxi Driver, se debía a Schrader.

Porque, convertido en director en 1978 con Blue Collar, la irregular, siempre interesante y en algunos casos extraordinaria filmografía de Schrader ha creado uno de los más personales, profundos y atormentados universos del cine americano. En sus cumbres -Posibilidad de escape (1992), Aflicción (1997), El reverendo (2017)- hay ecos de Dreyer, Bresson o Melville, pero sobre todo un personalísimo universo centrado, como ya se ha dicho, en el mal, la culpa y la expiación de atormentado trasfondo religioso. A estas cumbres debe unirse El contador de cartas. De alguna manera es un retorno al universo de Taxi Driver. Tras el trauma del personaje, una guerra, esta vez no la de Vietnam, sino la de Iraq. Como expiación, la pérdida en la soledad y la noche, esta vez no al volante de un taxi, sino sobre los tapetes verdes de los casinos. Como acto de justicia, la muerte casi ritual -el sacrificio reparador-, esta vez no de un proxeneta sino de un ex mando militar.

William Tell (Oscar Isaac) es un ex militar que expía su pasado como torturador en Iraq condenándose a vivir una existencia solitaria en habitaciones de motel cuyas paredes deja desnudas y cuyos muebles enfunda cuidadosamente en sábanas blancas -como un Christo de interiores- hasta lograr un ambiente aséptico como un quirófano y tan desnudo como una escenografía de Dreyer. Se gana la vida jugando al póker, como si fuera parte de su condena, en una noche interminable que lo lleva de casino en casino. Los encuentros con La Linda (Tiffany Haddish), una experta en financiar partidas de póker, y sobre todo con Cirk (Tye Sheridan), el joven hijo de un compañero torturador, le dará ocasión de consumar su expiación convirtiéndola en una venganza sacrificial cuya víctima será su antiguo superior militar (Willem Dafoe).

No es una película sobre el juego, pero a la vez es la mejor película sobre un jugador desde Sidney de P. T. Anderson. No es una película sobre la guerra de Iraq, pero a la vez es una poderosa reflexión sobre el horror de las torturas (que se visualizan en flash-backs de imágenes ópticamente alteradas). No es una película sobre la relación iniciática entre un joven y un adulto devastado, pero por momentos recuerda la relación entre el viejo boxeador fracasado y el joven aspirante de Fat City de Houston. No es y es todas estas cosas, pero sobre todo es una vertiginosa caída en la culpa, el remordimiento, la soledad y la desesperación con una problemática, incierta y sangrienta posibilidad de redención filmada con un despliegue de opresivas oscuridades, un estilo ascético y una admirable dirección de actores que oscila entre la gélida contención de Oscar Isaac (¿inspirada por el Delon de El silencio de un hombre de Melville, sobre la que Schrader ya construyó su Sin posibilidad de escape?), la vulnerabilidad de Tye Sheridan, el atractivo de la bruja/hada Tiffany Haddish o el exceso siempre hipnótico de Willem Dafoe. Una gran película en tiempos no propicios para estos ejercicios.

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