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Un comedor de opio | Crítica

Una belleza otra

  • La editorial Firmamento publica la traducción, glosa y relectura que Baudelaire hizo de las 'Confesiones de un inglés comedor de opio', su admirado Thomas de Quincey

Charles Baudelaire  retratado por Étienne Carjat

Charles Baudelaire retratado por Étienne Carjat

Al comienzo de estas páginas -páginas que glosan la traducción de las Confesiones de un inglés comedor de opio y el Suspiria de profundis de De Quincey-, Baudelaire establece el ámbito preciso, tanto de su interés por el autor escocés, como el de su propia y angustiada estética. Ámbito en el que se distinguen utilidad y belleza, poniendo como ejemplo a Buffon, y que faculta al poeta, al verdadero artista, a explorar la totalidad de lo real, sin que la naturaleza del tema entorpezca su indagatoria.

Es el terror, lo exótico, lo misterioso, lo que se ofrece como expresión de una nueva estética

Anteriores a estas páginas son la Estética de lo feo de Rosenkranz y El asesinato considerado como una de las bellas artes, del propio De Quincey. Así podríamos remontarnos hasta Lessing, Burke, Kant, etcétera, cuyas inquietudes giran en torno a lo sublime y su carácter terrorífico. Recordemos, a este respecto, lo que el propio De Quincey cuenta en sus Confesiones... sobre su amistad con Coleridge y aquella visión hipnótica de los grabados de Piranessi, donde el temor parecía centuplicarse con las escaleras sus Carcieri de invenzioni. Es, pues, el terror, la ensoñación, el “Anywhere out of the world” que Baudelaire toma de Poe, y ambos de Hood, lo que se ofrece como expresión de una estética donde lo exótico y lo misterioso se unían bajo la especie de lo inefable.

Esto mismo es lo que dirá Baudelaire, al glosar a De Quincey, y su concepción de la memoria como un palimpsesto. Un palimpsesto donde todas las entradas alcanzan un misterioso orden, sin que nada se pierda en el olvido. Digamos, en fin, que el ámbito de Baudelaire y De Quincey es el de la imaginación. Y más concretamente, el modo en que la imaginación otorga una extraña hermosura, hija de la pericia artística, a lo terrible. Esto mismo lo había probado ya, con monstruosa largueza, el marqués de Sade. Baudelaire y De Quincey, por su parte, se abisman en otras monstruosidades, donde el erotismo y la muerte, donde el delirio obrado por el opio, son creaciones mayores de la fantasía.

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