Sueños esféricos
Juan Antonio Solís
La final parisina Alcaraz-Sinner, el suceso deportivo del año
QUEVEDO y Góngora, Leonardo y Miguel Ángel, Picasso y Matisse. La rivalidad en la cima siempre ha cautivado a los mortales que lo veían desde abajo y ha obrado como eficaz turbina para agitar aún más el interés intrínseco que despiertan los genios. Descendiendo al mundo del deporte, tanto más de lo mismo. Con la perspectiva que dan los estertores, tanto Lionel Messi como Cristiano Ronaldo se entrecruzan señales de respeto e incluso admiración mutua donde antes reinaba el pique, sano o insano. Esa mirada panorámica les ha revelado que sus excepcionales carreras deportivas no hubieran sido las mismas sin el carburante de la rivalidad entre ambos.
Y es acaso en el espectro tenístico donde hoy late con más fuerza esa colisión entre el yin y el yan, como ya ocurrió hace veinte años cuando Rafa Nadal se coronó por vez primera en París y enfocó con su ceño fruncido a ese yerno ideal que atendía por Roger Federer.
Jannik Sinner es lo más parecido a un cíborg, un tenista diseñado con ayuda de la IA y sin talón de Aquiles conocido; enfrente, un chaval de Murcia de sonrisa seductora y humana, muy humana, que lo lleva a conectar con los públicos de todo el mundo, sea en Nueva York, Londres o la siempre arisca París. Uno es hielo y el otro fuego. Uno es prosa impecable y el otro emotiva poesía. Uno canta afinadas arias en La Scala y el otro puede arrancarse con C. Tangana entre palmas en una soleada y bullanguera calle.
La consagración de ese contraste entre dos genios de la raqueta que están dispuestos a adelantar por la derecha al Big Three me parece el gran suceso de 2025 por lo que es y, sobre todo, por lo que promete. Lo que Carlitos levantó en la final de Roland Garros, dos sets abajo y tres bolas de partido al único capaz de discutirle el número 1, refulgió más que nada en nuestro universo de emociones deportivas. Fue de esos instantes puntuales, muy puntuales, en los que el deporte reclama su condición de arte. La pista de la Philippe Chatrier era polvo. Mas polvo enamorado...
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