Ante un ataque preventivo de la URSS
El poliedro
Si Sacyr hubiera apelado al salvavidas de la venta de Repsol a Lukoil estaríamos temblando
La cacareada ola de frío siberiano que hoy debería finalizar en el Sur de la península ha tenido mucho de bluf, no lo neguemos: nada de nieve, ni de grados bajo cero, salvo que usted resida en una población en la que las heladas, tradicionalmente, no son inusuales. Sin embargo, Bulgaria, Ucrania o ciertas zonas de Turquía se hielan, y podrían perfectamente formar parte de los territorios de la Bruja Blanca de Las crónicas de Narnia, en los que el invierno era perpetuo y en los que, además, la Navidad no existía para compensar en algo la apagada melancolía de todo un siglo de invierno. Decenas de grados bajo cero, y sin fuente de calor suficiente. Un drama imposible de padecer en pellejo ajeno.
Como en un inmenso y sádico internado, millones de personas son castigadas por un vigilante dueño feudal que se resiste a dejar de serlo, y sigue ejerciendo su tiranía a través de los suministros y, si es preciso, con una invasión militar. En este caso, la coartada y el objeto del ataque es el gas, una fuente de energía que, tras ofrecerse como alternativa relativamente limpia y barata a otros hidrocarburos, resulta ser una nueva trampa, una nueva forma de dominio geopolítico del oso ruso. “¿Qué harías tú ante un ataque preventivo de la URSS?”, preguntaba el grupo Polanski y el Ardor. Quizá en aquellos tiempos de la movida madrileña nadie imaginaba que, a pesar de la caída del Muro hace ya casi veinte años, Rusia seguiría ejerciendo su dominio sobre antiguos satélites y ex-repúblicas de la URSS a través de aviones y tanques (Chechenia, Georgia) y de los abastecimientos básicos que domina, precisamente, manu militari. Informe Semanal nos ofrecía el pasado sábado testimonios acerca de qué hace, ante este nuevo ataque preventivo, la mayoría de las familias de los países a los que Putin –por abreviar– está, si permiten la expresión, asfixiando de frío: quemar hasta las fotos de familia en un hornillo alrededor del cual se arremolina la familia entera cada minuto que pasa en casa, porque no puede pasarlo en otro lugar con calefacción fuera de casa. Los rusos saben bien qué terrorífica arma puede llegar a ser el frío; las tropas de Napoleón y Hitler, también.
Según Gazprom, la proveedora con contrato en vigor de suministro de gas hacia el sur y el oeste de Rusia, los ucranianos “roban” parte del gas que pasa por sus suelo. Y, practicando su proverbial política de hechos consumados, cierra el grifo del gas. Un ejecutivo de la gasista rusa –curiosamente, con el mismo aspecto juvenil y saludable del primer ministro que maneja Putin, Medvedev– justifica el corte a Ucrania con un cínico: “no sólo están robando, sino que además no se arrepienten”. Le falta decir que lo que merecen son unos buenos latigazos y una temporadita en Siberia. Los ucranianos justifican el desvío de un porcentaje mínimo del gas que circula por su territorio alegando causas técnicas para garantizar el flujo; aunque no fuera cierto, Gazprom tiene acuerdos con terceros países que no puede ignorar a la primera contrariedad. Más bien, el oso está enseñándole los dientes al resto del mundo con un nuevo formato de amenaza: el gas –sus reservas, sus precios, su lobby mundial– es mío, tened cuidado conmigo, alemanes y franceses también. Si, para seguir a flote, Sacyr hubiera vendido Repsol y su paquete de Gas Natural a la otra gasista rusa, Lukoil, estaríamos ahora muy asustados también nosotros. Temblando.
(Otra canción pertinente: Back in the USSR, de los Beatles. “De vuelta a la URSS, no sabes qué suerte tienes, tío. Las chicas de Ucrania me vuelven loco”. Y sus fronteras, más.)
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