Opinión
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Un día, Nadav Lapid atendió una llamada de teléfono con la tranquilidad de quien afronta un mero trámite, pero se confundía. Un funcionario del Ministerio de Cultura israelí lo invitaba a una proyección de su película en el desierto, pero aquella propuesta también lo asomaba al abismo y le generaba un dilema moral. Tras una agradable charla, recuerda el director de La profesora de parvulario o Sinónimos,Sinónimos aquel interlocutor dejó caer un último, en principio insignificante, detalle: que tendría que firmar un impreso en el que se comprometía a enumerar los temas de los que hablaría ante el público, y hacer además el juramento de que no se saldría del guión. "No hay que ser un genio para entender lo que hay detrás de esa cláusula", asegura el cineasta, para quien aquella medida reflejaba la "opresión" y la "censura" que ejercía el Gobierno de su país. Así surgió la idea para Ahed’s Knee, la película con la que Lapid compite de nuevo en Sevilla, un festival donde ya ha ganado otros años el Giraldillo de Plata y el premio al mejor director, y un proyecto en el que su autor no se distancia demasiado de los hechos reales en los que se basa: un director de cine, Y (interpretado por Avshalom Pollak), acude a presentar su última película a una aldea en pleno desierto de Aravá bajo la atenta supervisión de una funcionaria del Gobierno.
Tras recorrer él mismo esa travesía por el desierto, y después de que muriera su madre, Era Lapid, montadora de sus películas, el cineasta escribió el guión de Ahed’s Knee en apenas tres semanas, con una rapidez desacostumbrada en su carrera: el libreto de Sinónimos, por ejemplo, le llevó casi dos años. "Sentía como si estuviese poseído por ese proyecto", reconoce. En él volcaba no sólo aquella premisa real, también "una sensación que he tenido estos años, la de que vivo en una sociedad enferma, en una época en la que estamos obligados a la resistencia, la confrontación y la batalla, rodeado de dragones y enemigos, que están en las instituciones y entre el público y en el supermercado, y la sensación de que tú también te convertirás en un monstruo. Notas que la frase más inocente se transforma en una declaración de guerra, que poco a poco acabas distanciándote del ser humano", concluye con desesperanza.
Lapid, uno de los nombres de referencia del cine actual, señala que la acogida de Ahed’s Knee en Israel tuvo "distintas fases", y al director le pareció este recibimiento un proceso "fascinante", dice. "Como el mío es un país pequeño y joven vivimos cualquier éxito de una manera desorbitada, y nos lo tomamos como si suscribiera la ideología del Estado, como si le diera la razón. Pasa con un partido de fútbol, o con Eurovisión", comenta. "Y ocurre cuando una película israelí es seleccionada para Cannes. Logramos el Premio del Jurado y aquello fue celebrado como un orgullo nacional. Pero cuando la gente empezó a leer las entrevistas que yo hacía la opinión cambió de tercio rápidamente. Sintieron rabia, furia, y pasé de ser un héroe a ser un traidor", rememora un cineasta que vive en París, pero "Israel es mi origen, como mi parvulario, y no puedo distanciarme aunque quiera. Empecé a recibir llamadas amenazantes a las cuatro de la mañana, pero también me llegaba el entusiasmo de muchos paisanos ante una película que quizás no les contaba nada nuevo, sino que les reafirmaba en lo que ya sabían".
Preguntado sobre si la censura ahora en Israel es más grave que en otros tiempos, Lapid declaró que "durante años los cineastas tuvieron altas dosis de libertad. A mí me parecía que ser director en Israel era como estar en lo alto de una colina, y estar viendo un valle quemándose. Alguien que se dedique a esto no puede ser una isla, tiene que afectarle lo que le rodea. Pero los políticos descubrieron el cine, y quisieron gobernarlo como gobiernan el Estado. Lo bueno y lo terrible de mi país, lo más complejo, es que no meten a los directores en la cárcel como sucede en Turquía o en Rusia, ni ponen tanques en las puertas de los cines. Nuestra peor censura es la interior: en lo más profundo de nosotros nos identificamos con esos valores, al final no hay mucha dicotomía entre nuestro pensamiento más profundo y el Gobierno, el Ejército y la Policía", argumenta.
En Ahed’s Knee Lapid retrata a su protagonista como un creador vanidoso, pero parece incómodo si los periodistas le cuestionan cómo gestiona su ego. "¿Le dirían lo mismo a un director que hace una película sobre un asesino, que si controla sus pulsiones homicidas?", se defiende, antes de analizar la "situación esquizofrénica" que vive cualquier artista "que se sube a un escenario mientras los demás escuchan. Ese hombre, al final, siempre tendrá miedo de que no vaya nadie a la proyección. Es raro ser conocido por unos pocos y enfrentarte al mismo tiempo a la indiferencia de la mayoría. Te mueves entre la arrogancia y cierto sentimiento de inferioridad".
En su crítica para Diario de Sevilla, Manuel J, Lombardo apuntaba que "pocos cineastas filman hoy con la rabia que lo hace Lapid, una rabia que canaliza y vuelca en el estilo". Sobre ese lenguaje personal, fiero y rotundo, habló el director en la rueda de prensa: "Cuando hice la película yo estaba en una situación mental en la que no tomaba distancia con la vida, no me separaba de ella ni un milímetro. Todo era tormenta, nada era fácil, nada era concreto", asegura. Y para ser "leal a la verdad" necesitaba una creación impetuosa, febril, un modo de hacer que encontró en las pinturas de Jackson Pollock y el expresionismo abstracto. "Pero una cámara no es un pincel: es un elemento de sangre fría, estéril, antipático. Tenía que forzar aquel objeto, hacer que se implicara en la narración. Es revelador que en una escena en que llueve la cámara se moje, no que sólo filme la lluvia, porque era eso lo que necesitaba: que se mojara".
El austriaco Sebastian Meise rechaza ese estereotipo de que en las cárceles sea frecuente la violencia sexual entre hombres y reivindica que entre los reclusos abundan la búsqueda de "la cercanía y la ternura" antes que la agresión. Es una de las lecciones que ha aprendido el director al rodar Great Freedom, un filme en el que eligió a un protagonista real, Hans (Franz Rogowski, al que vimos en Ondina), para contar la represión que los homosexuales sufrieron en la Alemania Federal en la posguerra. "Pero en su relato el personaje volvía una y otra vez a la cárcel, y ahí se encontraba con Víktor, un asesino convicto, y eso nos obligó a redefinir la película hacia la historia de ellos dos", explica Meise sobre una cinta que está teniendo una gran acogida del público en Sevilla. El realizador cree que las cosas no han cambiado tanto –"aún no es conveniente decir lo que eres en el colegio"– y prefiere no aclarar si la relación de Hans y Víktor es "amistad o amor. ¿Por qué hay que poner etiquetas a todo?".
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