8 años, 8 meses y 8 días

Caso de los ERE / Avance del libro de Manuel Gómez (I)

El canal Juzgado de Guardia inicia la publicación de cuatro extractos del libro que ha escrito Manuel Gómez, ex Interventor General de la Junta de Andalucía, con la persecución política y judicial que, a su juicio, sufrió en el caso de los ERE. El libro "8 años, 8 meses y 8 días" se encuentra a la búsqueda de editor después de que Manuel Gómez fuese una de las tres personas absueltas en el macroproceso contra 22 ex altos cargos de la Junta.

Manuel Gómez, teletrabajando en su casa en estos días de confinamiento
Manuel Gómez, teletrabajando en estos días de pandemia
Manuel Gómez - Ex Interventor General de la Junta

24 de abril 2020 - 05:00

Este libro está dictado por el rencor, no me duelen prendas en reconocerlo. Luego están otras motivaciones, pero siempre detrás, en segundo plano.

Rencor contra las personas que han adoptado decisiones dentro del proceso judicial, a la postre todas erróneas, cuando no ilegales, que tanto me han perjudicado a mí, a mí familia, a mi fama, a mi patrimonio… Rencor contra los responsables políticos de la Junta de Andalucía, que me utilizaron como chivo expiatorio, poniendo las bases para mi persecución judicial. Rencor contra las personas de distinto rango y condición que han intervenido en el proceso judicial perjudicándome, ya fuera intencionadamente, ya fuera por falta de dignidad o entereza personal. Rencor contra las personas que han ayudado, con su influencia social en medios políticos y periodísticos, a la creación de un clima que ha hecho posible que yo me haya visto envuelto en una pesadilla que ha durado más de ocho larguísimos años. Y rencor hacia un sector de la sociedad, constituido en una auténtica jauría humana, que ha lanzado su fétido aliento a políticos, medios de comunicación, jueces y fiscales y que ha ocasionado que yo sufra una persecución política y judicial absolutamente injusta.

Todos los causantes de los desmanes y atropellos que he sufrido en estos años tienen nombre y apellidos y no pueden ampararse para obrar como lo han hecho ni en el cumplimiento de obligaciones legales o profesionales ni mucho menos en la verdad. Como explicaré en el capítulo correspondiente, la verdad judicial que se plasma en mi absolución firme es tan axiomática que toda mente limpia debió percibirla desde los puros albores de este caso. La sentencia finalmente dictada establece mi absolución sin dejar resquicio alguno a la duda y pone de manifiesto que todas esas personas debieron obrar, precisamente, de forma distinta a como lo hicieron. Dejar en evidencia la vileza, la mendacidad y la corrupción intelectual de todos quienes despreciando la verdad tanto me han perjudicado es uno de los objetivos de este libro.

Como cuento más adelante, me topé de bruces con el asunto de los ERE cuando un miembro de la unidad de policía adscrita a los juzgados de Sevilla me localizó en Londres, alterando para siempre la inmensa paz de la que disfrutaba en esa maravillosa ciudad, a la que había decidido retirarme durante seis meses, tras dimitir, profundamente decepcionado, del último cargo de designación gubernamental que desempeñé. Esto ocurrió el 11 de marzo de 2011 y, desde ese día, hasta el día en que me fue notificada la sentencia, el 19 de noviembre de 2019, transcurrieron ocho años, ocho meses y ocho días.

Al poco tiempo de volver a España me buscó la Guardia Civil para tomarme declaración, en dos ocasiones, durante un total de ocho horas. Acudí a aquellas citas sin abogado, con el espíritu franco y de colaboración con el que siempre he actuado en esta causa y con la confianza de comparecer como testigo y no como imputado. Es decir, como una persona de la que se desea obtener información para avanzar en una investigación referida a otras personas y no como alguien del que se sospecha que ha cometido graves delitos. Andando el tiempo, una Juez a la que Dios confunda, decidió imputarme por los mismos hechos, exactamente los mismos hechos, por los que fui interrogado, en calidad de testigo, por la Guardia Civil, en lo que sin duda constituyó una decisión procesal infame, de la que, además, me enteré por la prensa. Algo inaudito, aunque se haya convertido en una seña de identidad de los juzgados y tribunales en España.

Mientras estas cosas ocurrían, el escándalo de los ERE adquiría en los mentideros periodísticos, políticos y sociales una dimensión descomunal. Las investigaciones policiales y judiciales entraron de lleno en las oficinas de la Junta de Andalucía, provocando una deflagración con efecto metralla, que afectó a numerosos órganos, personas y entidades, traspasando las puertas del Consejo de Gobierno y llegando a colocar a los pies de la Presidencia de la Junta un proyectil, de efecto retardado, pero accionado por el mando que la dichosa Juez manejaba a distancia y a capricho.

En esa época comenzó a desarrollarse la estrategia de las altas autoridades de la Junta, hasta el más alto rango, y del Partido Socialista, consistente en la construcción de una línea Maginot que protegiera al presidente Griñán y a sus consejeros. Con el tiempo pudo comprobarse que aquella trinchera era apenas unos pocos sacos terreros, que consistió en culpar a la Intervención de la Junta por no haber emitido un informe de actuación. Del informe de actuación nadie había oído hablar jamás hasta entonces, pero se convirtió en las divinas palabras con las que pretendía confundirse a la parroquia. Y, vaya si se consiguió. No sólo confundió a la parroquia, sino a periodistas, jueces y fiscales y hasta a los auditores de la Cámara de Cuentas. Todos ellos encontraron en el famoso informe de actuación (su ausencia) la piedra filosofal que ayudaba a explicar los desmanes que se iban conociendo y, de paso, a endosárselos a un chivo expiatorio de conveniencia.

En esas estábamos cuando el PSOE pierde su mayoría absoluta en el Parlamento de Andalucía y busca en Izquierda Unida un socio que se la complete. Izquierda Unida acepta el trato, a cambio de entrar en el Gobierno de la Junta y de hacerle pasar al PSOE por el trago amargo de la Comisión de Investigación sobre los ERE.

La Comisión se convirtió en otra estación de mi particular viacrucis. Los principales responsables políticos de la Junta basaron sus defensas en poner a la Intervención de la Junta como escudo. La intervención del Presidente Griñán en la Comisión, estratégicamente colocada en el calendario detrás de la mía, sin posibilidad de réplica, constituyó un feroz ataque contra la Intervención de la Junta que, en aquel contexto, era tanto como decir contra mí. De nada sirvieron mis explicaciones, porque mi suerte estaba echada y la mayoría del PSOE e Izquierda Unida en la Comisión estableció, fraudulentamente, como explico en el libro, que la culpa del fraude de los ERE la teníamos el Director General de Trabajo y yo. Encajado ese golpe, fue un triste consuelo que el Pleno de la Cámara no llegara a muñir una mayoría suficiente para respaldar el dictamen de la Comisión, en un episodio que quedará en los anales del oprobio parlamentario. En un lugar de mi memoria quedará, también, la sensación, probablemente infundada, de que la carta pública que, con toda fiereza, le remití al Presidente del Parlamento, como un afligido remedo del J'accusse, contribuyó al fiasco parlamentario.

Mientras tanto, los auditores de la Cámara de Cuentas, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, plasmaban en el borrador de informe sobre los ERE la misma conclusión hábilmente sembrada por los responsables políticos de la Junta: la Intervención no emitió, indebidamente, un informe de actuación. Conclusión a la que llegaron sin ni siquiera intercambiar pareceres conmigo, el acusado de semejante olvido imperdonable.

Tras acordarse mi imputación, fui citado a declarar en el juzgado. El interrogatorio al que me sometió esta famosa Juez instructora se convirtió en un infierno, con preguntas capciosas e ininteligibles, algunas de las cuales ocupaban toda una página; siendo interrumpido y contradicho en numerosas ocasiones cuando mis respuestas no coincidían con sus prejuicios; con una duración desaforada de casi doce horas; y, todo ello plasmado en un acta en la que se negó a reflejar determinadas cosas que yo declaré, pero que no eran de su agrado.

Al cabo de un tiempo, me entero por los periódicos, según la bonita costumbre ya citada, de que me han puesto una fianza de tres millones y medio de euros. Lo curioso de esta decisión es que se adopta meses después de haber decidido justo lo contrario y sin que entre ambos momentos se produjera en la causa ningún dato, hecho o circunstancia, en absoluto, que agravase o hiciese más verosímil la presunción de mi culpabilidad. O, al menos, nada de eso sirvió para motivar el sorprendente cambio de criterio de la instructora.

He dicho que la fianza me fue impuesta sin motivo, pero es más justo con la verdad decir que fue por un motivo realmente estrafalario. Me gané la fianza porque una imputada por unos hechos que nada tenían que ver con aquellos de los que yo era acusado, alegó agravio comparativo conmigo. Y esta Juez, tan sensible a las injusticias, decidió que, si ella tenía fianza, yo también debía tenerla. Aunque la mía era de tres millones y medio de euros y la de esta imputada quejica acabara siendo de 406 (sic) euros.

El efecto inmediato de la fianza es que queda embargado todo tu patrimonio, a menos que tu patrimonio supere los tres millones y medio de euros, que no es mi caso. Y lo que es más grave e injusto: quedan embargados todos tus bienes gananciales indivisibles, como tu propia vivienda, ocasionando un enorme daño a tu esposa, que nada tiene que ver con el asunto.

Para protegernos de una posible y futura ejecución de nuestro patrimonio, mi mujer y yo decidimos liquidar nuestra sociedad, tal y como detallo más adelante en el libro. Operación que nunca habríamos realizado y que nos costó cuatro mil euros que jamás recuperaremos.

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