Opinión

La ocupación violenta de la Universidad

  • “La enseñanza universitaria solo es imaginable en libertad”

Borja Mapelli. Catedrático de Derecho Penal

Borja Mapelli. Catedrático de Derecho Penal

Hace unos días que la violencia callejera de los independentistas catalanes se ha desplazado a las universidades. Este dato no debiera coger por sorpresa a la cansada sociedad española, que viene soportando desde hace ya casi cinco años una serie de sucesos injustificables con un costo y una dedicación de recursos extraordinarios. Por el contrario, forma parte de una estrategia, más o menos coherente, cuyo objetivo final es mantener la actualidad de una reivindicación que todos sabemos imposible.

¿Por qué ahora la universidad? Tras los lamentables sucesos en el aeropuerto del Prat con los que se pretendía la máxima visualización internacional del conflicto, se trató inútilmente de paralizar la vida social de las ciudades de forma sostenida, pero no se logró más que unos picos de violencia extrema. Ahora se dirigen los esfuerzos boicoteadores a la Universidad. La Universidad es una institución con unas estructuras de poder escasamente preparadas para tomar resoluciones drásticas frente a quienes rompen su normal convivencia.

Estas violentas invasiones del espacio público tratan de encontrar la máxima rentabilidad con el menor costo y la Universidad responde a ese doble objetivo. Es rentable porque al interrumpir la vida universitaria se logra una fuerte visualización por las reacciones en cadena que produce: los alumnos ven interrumpidas sus clases en un periodo lectivo importante, muchos tienen que volver a sus lugares de procedencia, se transmite un equivocado mensaje de que el sector social más culto se solidariza con las reivindicaciones independentistas, las posibilidades de ver sostenida en el tiempo la conflictividad y la paralización son mayores y se detienen otros servicios asociados. Por otra parte, debido a  la juventud del grupo social al que se dirigen se presupone más fácil seducirlos con las ideas de independencia y arrastrarlos a otros actos de violencia callejera.

Pero, además, el costo es relativamente escaso. Como hemos tenido ocasión de ver, apenas un puñado de personas obstaculizando el acceso a los edificios ha sido suficiente para provocar la suspensión de las clases de toda una Universidad y la policía casi no ha intervenido porque las autoridades universitarias, haciendo una grave dejación de sus obligaciones, han preferido mantener una aparente neutralidad. Nos recuerda aquellas otras épocas en las que bastaba una sola llamada por teléfono con una amenaza de bomba en un centro universitario para que se suspendieran durante todo un día las actividades académicas.

No se trata de sacralizar las funciones de la universidad que, como cualquier otro servicio del Estado, merece el mismo respeto para asegurar la convivencia social, sin embargo, no podemos ignorar que las funciones de la universidad chocan frontalmente con la actitud de estos grupos radicalizados. La enseñanza universitaria solo es imaginable en libertad. Pretender la defensa de la independencia como expresión política en un marco democrático se compadece escasamente con la imposición violenta de unos pocos sobre la mayoría. Es difícil imaginar un escenario más antidemocrático que el que están dibujando día tras día estos grupos violentos. El derecho a manifestarse como parte del ejercicio de la libertad tiene, como todos los derechos, sus límites cuando entran en conflicto con otros derechos de superior valor.

La violencia nunca es un modo de expresión democrático. Resulta estremecedor escuchar decir a quienes lideran estas revueltas que las calles les pertenecen o que les pertenecen también las universidades. El acceso de las personas a la formación y a la cultura son valores constitucionales de mayor interés que el de manifestarse violentamente como forma de expresión política.

La diferencia sustancial entre una dictadura y una democracia es que está se compromete con el derecho a ofertar vías de expresión libre a las personas y de este compromiso nace su fuerza legitimadora. Las dictaduras no pueden acudir a medidas coercitivas para asegurar esas vías de expresión, sencillamente, porque no existen, las democracias, en cambio, sí. Nadie con sentido común puede entender que quienes ocupan instituciones democráticas, como el Gobierno catalán, votan en las elecciones y acuden a los tribunales de justicia, estén, en paralelo denunciando a España como un país no democrático, ocupando violentamente las calles o impidiendo violentamente que la gran mayoría de los estudiantes y profesores acudan a sus quehaceres académicos.

 

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