Opinión

Todo sigue igual

  • El autor reflexiona sobre la lentitud de la Justicia y la frustración que produce a los profesionales que acuden a ella día a día

José Antonio Bosch. Abogado

José Antonio Bosch. Abogado

Hace años que la Justicia dejó de producirme frustración. Igual que no me frustro cuando llueve o cuando hace mucho calor. La realidad es la que es y no puedes esperar que sea diferente si no introduces cambios. Es mejor no tener expectativas de un servicio de calidad cuando sabes que la Administración de Justicia funciona sin los recursos ni medios necesarios.

Puede que, a veces, un imprevisible comportamiento humano individual nos dé una grata sorpresa: un/a funcionario/a especialmente amable, un/a juez/a que cumple los horarios previstos, o a la inversa, alguien especialmente desagradable o corrupto, pero por lo general todos se comportan según lo previsto, y todo sucede según se espera, conforme a un estándar medio. No hay sorpresas.

Así, el retraso en las comparecencias judiciales es endémico, sin que desde los servidores públicos de la Justicia se manifieste el más mínimo grado de empatía hacia los que esperamos y los sufrimos diariamente; retrasos insignificantes, si los comparamos con el retraso de miles de actuaciones judiciales que ha llevado al Gobierno a derogar un artículo (aunque digan que lo han modificado) que trataba de fijar límites temporales a las instrucciones penales, es decir, pretendía fijar los plazos en que un ciudadano está sometido a investigación por el Estado. Y se ha derogado porque quienes nos fijan plazos para todo, son incapaces de limitarse, de fijarse plazos para su actuación, de garantizar nuestros derechos. Seguramente han pensado que para incumplir los plazos lo mejor es que no existan.

No, hace tiempo que no me frustran las actuaciones de la Administración de Justicia. Sus máximos mandatarios, aquellos que presiden los más Altos Tribunales, hace rato que perdieron su independencia, porque para llegar a esos cargos hay que ser amigo de quien les nombra. Por eso, cuando leo algunas resoluciones, aunque no me gusten entiendo su sentido. Siempre va en la línea esperada.

No me puedo defraudar porque conozco los medios de los que dispone la Justicia que no son otros que aquellos de los que les dotan nuestros gobernantes. Recientemente tuve una experiencia personal muy ilustrativa sobre el buen funcionamiento de los servicios públicos. En plena pandemia, en Estado de Alarma, llegó a mi casa una cartera para entregarme dos notificaciones de sendos embargos fiscales, por importes de cinco euros y dos euros con cincuenta céntimos. Sí, han leído bien: 5,00 y 2.50 euros. Nada que decir, si lo debía está bien que me lo cobren, pero me hizo reflexionar sobre los magníficos programas informáticos de la Agencia Tributaria y sus diligentes funcionarios. No cabe duda de que el Estado, cuando quiere, sabe hacer que las cosas funcionen con el rigor y la exactitud de un reloj atómico. Así, a contrario senso, podemos afirmar que cuando un servicio público no funciona bien, es porque no hay voluntad política de que así sea.

Hace tiempo he dejado de sentir frustración porque ya no espero recibir un mejor servicio del que recibimos de la Administración de Justicia. Como diría un físico siempre que se repita la prueba con los mismos elementos el resultado es el previsible. Por ello, mientras no cambien los elementos, empezando por la voluntad política de quienes gobiernan de impulsar una verdadera modernización de la Justicia, difícilmente el día a día de quienes nos relacionamos con esa Administración cambiará, por lo que no hay nada mejor para evitar la frustración que aceptar la realidad.

Ya decía el refranero popular que no se pueden pedir peras al olmo, pues no se puede esperar que con la configuración de nuestro Poder Judicial, con el sistema actual de elección de los que presiden nuestros más altos tribunales, con el retraso inmenso en la digitalización, con la carencia real de medios, con sedes diseñadas para el siglo pasado, con la ausencia cuasi absoluta de empatía con quienes sufrimos los tribunales (justiciables y profesionales) no podemos esperar un mejor servicio del que recibimos.

Podemos culpar al comodín del COVID-19 de la situación. Ciertamente la pandemia le ha dado un empujoncito más a esta Administración, pero mucho antes de que llegara ya presentaba rotos y descosidos por doquier. Y no puedo olvidar mencionar que, al final, con las medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en la Administración de Justicia el único cambio percibido ha sido el de haber vulnerado el derecho al descanso y a la conciliación familiar de miles de letrados/as y procuradores/as. Del resto de las medidas, mejor ni comentamos su carencia de eficacia y respeto al derecho a la tutela judicial efectiva de los ciudadanos.

Así que no me voy a frustrar, pero tampoco a callar ni dejar de exigir una Administración de Justicia que garantice de forma eficaz el derecho de todo ciudadano a la tutela judicial efectiva, conformada por jueces independientes, inamovibles, responsables y sometidos sólo al imperio de la ley y por unos/as funcionarios/as que asuman su papel de servidores públicos. Un Poder Judicial que realmente ejerza de contrapeso y control de los otros poderes del Estado. En resumen, tenemos que lograr transformar un sistema diseñado en el siglo XIX en un servicio público eficiente y eficaz adecuado al siglo XXI en que vivimos, que cuente con la confianza, no sólo de los operadores jurídicos, sino de todos los ciudadanos. 

Nota. Estas reflexiones las escribí en el tiempo de espera de una comparecencia del artículo 779.5 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la que fui citado en un día inhábil de este mes de agosto, en los Juzgados de Dos Hermanas a las 10.00 horas. Salí del Juzgado a las 13.35 horas pese a que todos los trámites no duraron más de diez minutos. Por supuesto nadie me dio justificación alguna del retraso.

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