Dejad en paz a los niños de San Lorenzo

Un niño juega en la plaza de San Lorenzo
Un niño juega en la plaza de San Lorenzo / Juan Carlos Muñoz

Sevilla/La Plaza de San Lorenzo no debe ser un hábitat urbano. Ni Dios lo “premita” que diría Lola Flores. A los políticos se les llena la boca con proclamas estúpidas, huecas e inconsistentes. La ciudad de las personas, la ciudad amiga de la infancia, la convivencia para el desarrollo, el susodicho hábitat urbano con el que se rebautizó la Delegación de Urbanismo de toda la vida, la sostenibilidad, la transversalidad y otras gaitas con las que dan la matraca a la mínima oportunidad que tengan de soltar un discurso. Al final llega la realidad, el día a día y la vida cotidiana. Las gaitas se apagan y florecen las ridiculeces.

La fotografía del cartel colocado a la vera del azulejo del Señor donde se prohíbe el uso de balones es el peor favor que se le puede hacer a un alcalde. Ni diseñado por los grupos de la oposición Una prueba de que no todo lo legal es oportuno. Es cierto que las ordenanzas sancionan ciertas prácticas, pero de ahí a prohibirlas con jactancia de inflexibilidad va un trecho. Al final el mensaje que queda es que el Ayuntamiento no quiere que los niños jueguen a la pelota como toda la vida han hecho generaciones y generaciones de sevillanos en la Plaza de San Lorenzo.

No hace falta ser un estratega de la comunicación política para explicarle al alcalde que esa fotografía es poco o nada recomendable. ¿Recuerdan la que se lió cuando el antiguo bar El Sardinero colocó un cartel advirtiendo que no daba agua a quienes no fueran clientes? Salió hasta en las cadenas de televisión, oiga. Fue otra muestra de cuanto decimos.

Nadie discute de la molestia de algún balonazo en la puerta de la basílica, como tampoco de la de decenas de vasos de agua que tendrían que servir los camareros a los niños de la plaza, pero al final uno tiene sopesar los pros y los contras. También muchos niños que juegan en la plaza son vecinos y hermanos del Gran Poder, la Bofetá o la Soledad. Y seguro que muchos padres se sentaban a consumir en los veladores. Un político diría que la Plaza de San Lorenzo es una escuela de convivencia entre niños, devotos, clientes de los bares y viandantes. Y en toda convivencia hay roces, como en todo gobierno hay errores. Al bar le costó una polémica muy intensa aquel cartel que fue retirado. Y al Ayuntamiento le ha costado otra en las redes sociales y en los medios de comunicación. Por una estupidez.

La Hermandad del Gran Poder ha sufrido cosas peores que algunos balonazos. Recuerdo aquellos años noventa en que sufrió las meadas de los niñatos de la botellona. Acudió la Policía Local, identificó a muchos meones, le llevaron la lista a Soledad Becerril, que se dio cuenta la cantidad de apellidos compuestos que aparecían, algunos de ellos de hondo arraigo cofradiero. “Qué horror, qué horror”. Si la hermandad ha solicitado con insistencia la colocación de la señal de prohibición de jugar con el balón, allá ellos. Doctores tiene la Iglesia. Pero un problema propio de comunidad de vecinos no se debe solucionar con una solución tan desproporcionada. Primero porque atenta contra los niños, y segundo porque ensucia el patrimonio al afear la fachada de un BIC como es la parroquia. La ciudad ha sido muy generosa con la hermandad cada vez que ha sido necesario. El último acto público presidido por el Señor fue un despliegue de recursos policiales y de asistencias del Ayuntamiento que tiene pocos precedentes, más allá de la propia Semana Santa y la Feria. Juan Carlos Cabrera se volcó como nunca y todo estuvo muy bien organizado.

A veces a los problemas menores hay que echarles algo de imaginación. Me acuerdo de una misa a la que acudían muchos matrimonios jóvenes con niños que, lógicamente, no se estaban quietos, se ponían nerviosos o directamente a llorar. El cura vio el problema y decidió habilitar una guardería durante la celebración religiosa. Estaba a cargo de voluntarios que colaboraban en otras tareas parroquiales. Fue un éxito.

Prohibir el uso del balón supone en la práctica echar a los niños de la plaza, de un centro donde cada vez hay menos menores porque cada día resulta más caro e incómodo residir dentro de los límites del casco histórico. Habrá que enseñarle a los niños a usar pelotas de plástico, habrá que advertirles de que su derecho al juego termina cuando empieza el de una persona a estar tranquilamente en un banco, en un velador o simplemente a pasear. No nos quejemos después de que los niños no salen a la calle, que son sedentarios o que están todo el día encerrados en el cuarto con los ojos puestos en una pantalla. Cuanto más juega un niño a la pelota menos trabajo tienen los psicólogos. Y si además lo hace en San Lorenzo, eso nunca se olvida.

El polémico letrero en la Plaza de San Lorenzo
El polémico letrero en la Plaza de San Lorenzo / M. G.

¿De qué sirve que Sevilla sea declarada ciudad amiga de la infancia si les complicamos a los niños uno de los juegos más simple y antiguos como es el de la pelota? ¿Cuántos sevillanos que hoy tienen 50, 60, 70 y 80 años no recuerdan tardes de infancia en San Lorenzo? ¿Quién no ha roto un cristal de chico, le han requisado un balón hasta que se le ha pasado el mosqueo al tendero o ha perdido la pelota al quedar embarcada en un árbol? A lo mejor el problema de alguno es que jugó poco al fútbol de pequeño. Como suele decir el maestro Peris, los niños en el colegio se dividen en dos: los que le dan al balón y los que el balón les da a ellos.

Los niños de San Lorenzo no son el problema de convivencia de una ciudad de 700.000 habitantes como Sevilla. Los niños de San Lorenzo forman parte del mejor patrimonio de la ciudad, como los seises, los monaguillos de decenas de cofradías, los que se agachan a coger los caramelos de los reyes cada tarde de 5 de enero, los que vestidos de carráncanos abren el camino a la Patrona la mañana del 15 de agosto, los que alegran las tardes de la ciudad a la salida de los colegios, los que visitan el Museo, el Alcázar o la Catedral con sus colegios... Si hay niños maleducados, también hay adultos insoportables. Y son peores, porque no se les puede decir nada. Y encima carecen de gracia. Seguro que siempre los ponían de portero. Y el balón les daba a ellos.

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