La caja negra

La medalla de Pepe Moya era una foto

Pepe Moya flanqueado por monseñor Asenjo y el Cardenal Amigo

Pepe Moya flanqueado por monseñor Asenjo y el Cardenal Amigo / Juan Carlos Vázquez (Sevilla)

LA medalla de Pepe Moya estaba en una elegante caja roja, como todas las demás. Dorada y con el cordón carmesí, ese tono que identifica a la Sevilla oficial. Pero la medalla de verdad se pudo ver proyectada en la pantalla grande del teatro. La imagen del empresario con su mujer, Concha Yoldi, y todos los nietos en una instantánea reciente, una de esas fotografías que generan bienestar, paz y serenidad. Bienaventurados los que conocen a los hijos de sus hijos. Al ver esa foto hecha pública en el mayor auditorio de la ciudad, recordamos otra de Pepe cuando era un niño regordete vestido de monaguillo, un crío que conoció su cofradía de la Universidad saliendo de la Anunciación.

Cuando ayer recogió la medalla, este Pepe corpulento y de ojos claros clavó la mirada en las alturas y alzó la caja. En la humedad de sus ojos estaban los del pequeño travieso que se salía con la suya para que la madre abriera la despensa de la casa familiar de la Plaza de la Contratación y le diera más merienda. El pillín se había hecho con el DNI de la madre y tenía un valioso dato que ella guardaba celosamente: la edad. Desde siempre supo que la información era poder. Cuentan que desde pequeño sabía cómo ser fuerte, tener claro cuál es la calle que conduce a la meta y no perder el tiempo en banalidades, los tres pilares de un empresario inquieto, lector, familiar, amante de las cosas en apariencia pequeñas de su ciudad y que cada día honra a sus padres.

Pepe Moya al recoger la Medalla de Sevilla Pepe Moya al recoger la Medalla de Sevilla

Pepe Moya al recoger la Medalla de Sevilla / Juan Carlos Vázquez (Sevilla)

Ayer debió estar feliz entre el cardenal –su cardenal– y el arzobispo. Los dos han estado muy próximos al empresario estos meses. En el acto proyectaron también la foto de Pepe vestido de rey mago, en lo alto de la carroza desde la que recuerdo cómo llenó de caramelos a su hermano Juan aquella tarde de enero de 2007.

A Pepe solo le falta lo que siempre desea como ganadero: un toro con embestida en la Maestranza. Pero como no sabemos si habrá temporada taurina, ahí lleva la medalla de la ciudad. La que está en la caja y la que tiene el frescor juvenil del nieterío. La del cordón carmesí y la del afecto de la Iglesia de Sevilla, a la que sus padres le enseñaron a servir. Cuando se puede con mucho, con mucho. Cuando se puede con poco, con poco. Y cuando no se puede, siempre con la mejor voluntad. Concha tiene el oro andaluz y Pepe el sevillano, un matrimonio de excepción, fuertes y vitalistas los dos. Tienen el incienso preferido muy cerquita, en una capilla pequeña donde está el cofre de las devociones familiares. Y la mirra son esos nietos que forman el cuerpo de monaguillos predilectos en el que Pepe y Concha hacen de felices paveros cotidianos. Pepe sabe que ayer brotaron lirios. Siempre brotan en los días grandes.

La vida es una foto de verano, un rey mago que sonríe, el brazo de una mujer fuerte, un cristo que duerme, unos monaguillos que alborotan, una medalla en una caja, un niño que pide más merienda, un empresario que paga 800 nóminas en la ciudad del paro. Yel toro ya embestirá. Que en los tiempos solo manda el que lleva lirios a sus pies.